Era noche de navidad y la mesa estaba reluciente: mi
madre se encargaba de desempolvar los posa platos de acero inoxidable que sólo
se usaban en ocasiones especiales. Por más que fuéramos los quince comensales
de siempre, delante de cada asiento, ella colocaba un papel impreso a
computadora con nuestros nombres para que cada uno respetara su lugar. Los
centros de mesa solían ser estrellas federales plásticas o esferas de vidrio
colmadas de hielos y cerezas frescas.
Como dije antes, no éramos una familia muy numerosa, pero
siempre que no lloviera, en el parque de nuestra casa, mis padres armaban dos
mesas largas. A falta de la segunda, mi papá improvisaba una: sacaba la puerta
de madera de uno de los cuartos para que, como un verdadero milagro navideño y
gracias a dos caballetes, se convirtiera en mesa.
Esa noche en especial, la de mi recuerdo, estábamos en el
medio del parque, comiendo ensalada rusa, panqueques fríos en forma de torre,
Vitel Toné y la clásica pavita con pasas que preparaba mi tía. Los chicos tomábamos
Coca Cola, los grandes, vino.
Seguramente yo estaría feliz, viviendo esa felicidad plena e inocente que
traían esas fechas.
Tenía 13 años y ya no era una amante de los fuegos
artificiales, como nunca lo había sido: a mis 6 años ,un primo lejano, que sólo
veía para año nuevo, haciendo formas en el aire con una estrellita que parecía
su varita mágica, me quemó una axila. Aún recuerdo el dolor, más bien el ardor.
Todos gritaron y una señora que estaba en la fiesta, pero que no era mi abuela
aunque tenía la edad de serlo, sacó un spray de su cartera, me lo echó en la
herida y como si se tratara de un truco de magia, me curó al instante. Lo juro.
Aquella noche (la de la felicidad pura, la de la puerta
como mesa) ya habíamos terminado de cenar. Estábamos en ese momento inacabable
que se da entre el fin de la cena y las doce: esa hora en que el cielo se llena
de luces de colores, un hombre con una barba blanca extraña reparte regalos y
las tías lloran.
Para aminorar la espera, mi padre, que tampoco era un
amante de la pirotecnia, pero que una torta de mil tiros o dos cañitas
voladoras siempre compraba, no hizo la excepción y empezó a armar el
dispositivo en el fondo de casa, delante de la mesa.
Todos (mi hermano, mis primos, mis abuelos, mis tíos, mi
mamá, mi papá, la perra) mirábamos para arriba el ritual luminoso previo a las doce. Los
destellos de colores escupían el cielo, hasta que todo se volvió negro. El show
había terminado demasiado rápido o mejor dicho recién había comenzado. Los
tiros ya no se dirigían hacia el cielo, sino que se habían revelado y venían directamente
hacia nosotros. Nunca había formado parte de una situación bélica hasta ese
momento: los tiros explotaban justo detrás de nuestros pies. Con mis primos empezamos
a correr lo más rápido que pudimos hacia la casa, esquivando el castaño del
parque y la mesa.
Todos corrimos desesperados tratando de salvar nuestras
vidas. Todos, salvo uno de mis abuelos, Víctor. El, sentado frente al tablón,
jamás se levantó y eso que uno de los tiros le había pegado en su panza redonda.
Su firmeza y redondez estomacal hicieron que ese tiro rebotara y fuera a parar
a la puerta hecha mesa.
Afortunadamente el incidente sólo dejó dos secuelas: una,
un agujero (del tamaño de un plato hondo) en la puerta-mesa y otra, una
historia que cada cena de Navidad siempre alguien recuerda.
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