Es de noche. No llueve, ni hay señales de que el cielo
transpire. Sin embargo, ahí está la anciana, diminuta, con sus zapatos color
crema y su pilotín rojo. Arrastra un cesto de compras sobre un par de ruedas.
Se la ve pequeña, con un pie delante del otro, en medio de una calle del barrio
Les Corts en Barcelona. Posa inmóvil en una foto que le acabo de tomar con mi
celular.
Unos minutos atrás, mientras espero a una amiga sobre la vereda de la calle Córsega, un grupo de hombres y mujeres actúa como una jauría hambrienta. Las manos se entrecruzan, dentro de los cestos, en busca del tesoro: sachets de leche, baguetes de pan y turrones.
Una empleada del supermercado Caprabo es la que saca productos
que ya dejaron de serlo para depositarlos en dos grandes cestos grises de
basura con inscripciones blancas que dicen "Ayuntamiento de
Barcelona". Detrás de la barricada gris, hay dos hombres que rondan los 50
años, dos mujeres cerca de los 40 y una anciana de pilotín rojo.
En la época en que el 20,4% de la población española vive
debajo de la línea de pobreza, los supermercados y restaurantes tiran, al año,
63.000 toneladas de comida a la basura. En algunas comunidades autónomas como
Andalucía o Madrid llegan a cobrar multas de hasta 750 euros por agarrar comida
de la basura. Pero no es el caso de Cataluña, ni de este grupo de personas.
La mujer mayor llama mi atención: su actitud pasiva, su
pilotín rojo, sus zapatos abiertos color crema y su insignia: lleva un par de
aretes de brillantes, esos que hay que apretarlos como si fueran dos caparazones
de un caracol de mar para lograr sujetarse a las orejas. En el medio, tienen una
gran piedra azulina.
Ya quedan pocos minutos para que finalice la pesca de
alimentos. Antes de que la jauría comience a dispersarse, me propongo un
pequeño juego mental: si la señora de los aretes brillantes parte hacia mi
lado, iré a hablarle.
Trato de cruzar su mirada, sin disimulo, y le sonrío.
Como si conociera el juego, me gana de mano y me intercepta sin rodeos.
—¿Sabes qué pasa nena?
—¿Qué señora? -le pregunto dulcemente.
—Amo a los animales -confiesa.
—¿Ah sí? -y vuelvo a sonreírle.
—Todos los días vengo a buscar algo de pan
para las palomitas. Igual también me agarré leche porque con cien euros para la
comida no alcanza - justifica.
—¿Es jubilada? -le pregunto para continuar la
charla.
—Sí, pero con los otros 300 pago una piecita.
Sobre la vereda, delante de los cestos, me cuenta que antes
había códigos: solían venir jóvenes más respetuosos de la montaña (imagino que
se refiere al monte Tibidabo), que le daban más tiempo a ella para que busque
entre la basura y que después se repartían las conquistas de manera equitativa.
—Ahora están estas mujeres desesperadas que te
sacan todo de las manos -dice enojada- Igual
yo amo a los animales ¿sabes?
Espero un par de cuadras para levantar la cabeza y volver
a observarla. Saco mi celular y le tomo una foto para ayudarme a recordarla: se
la ve en medio de la Rambla Catalunya, diminuta, intacta, con su pilotín rojo y
sus zapatos color crema. No llego a ver los aretes de brillantes sujetados a
sus orejas, ni la baguette para sus palomas, pero sé que allí están.
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