martes, 23 de diciembre de 2014


Era noche de navidad y la mesa estaba reluciente: mi madre se encargaba de desempolvar los posa platos de acero inoxidable que sólo se usaban en ocasiones especiales. Por más que fuéramos los quince comensales de siempre, delante de cada asiento, ella colocaba un papel impreso a computadora con nuestros nombres para que cada uno respetara su lugar. Los centros de mesa solían ser estrellas federales plásticas o esferas de vidrio colmadas de hielos y cerezas frescas.

Como dije antes, no éramos una familia muy numerosa, pero siempre que no lloviera, en el parque de nuestra casa, mis padres armaban dos mesas largas. A falta de la segunda, mi papá improvisaba una: sacaba la puerta de madera de uno de los cuartos para que, como un verdadero milagro navideño y gracias a dos caballetes, se convirtiera en mesa.
Esa noche en especial, la de mi recuerdo, estábamos en el medio del parque, comiendo ensalada rusa, panqueques fríos en forma de torre, Vitel Toné y la clásica pavita con pasas que preparaba mi tía. Los chicos tomábamos Coca Cola,  los grandes, vino. Seguramente yo estaría feliz, viviendo esa felicidad plena e inocente que traían esas fechas.

Tenía 13 años y ya no era una amante de los fuegos artificiales, como nunca lo había sido: a mis 6 años ,un primo lejano, que sólo veía para año nuevo, haciendo formas en el aire con una estrellita que parecía su varita mágica, me quemó una axila. Aún recuerdo el dolor, más bien el ardor. Todos gritaron y una señora que estaba en la fiesta, pero que no era mi abuela aunque tenía la edad de serlo, sacó un spray de su cartera, me lo echó en la herida y como si se tratara de un truco de magia, me curó al instante. Lo juro.

Aquella noche (la de la felicidad pura, la de la puerta como mesa) ya habíamos terminado de cenar. Estábamos en ese momento inacabable que se da entre el fin de la cena y las doce: esa hora en que el cielo se llena de luces de colores, un hombre con una barba blanca extraña reparte regalos y las tías lloran.

Para aminorar la espera, mi padre, que tampoco era un amante de la pirotecnia, pero que una torta de mil tiros o dos cañitas voladoras siempre compraba, no hizo la excepción y empezó a armar el dispositivo en el fondo de casa, delante de la mesa.

Todos (mi hermano, mis primos, mis abuelos, mis tíos, mi mamá, mi papá, la perra) mirábamos para arriba el ritual luminoso previo a las doce. Los destellos de colores escupían el cielo, hasta que todo se volvió negro. El show había terminado demasiado rápido o mejor dicho recién había comenzado. Los tiros ya no se dirigían hacia el cielo, sino que se habían revelado y venían directamente hacia nosotros. Nunca había formado parte de una situación bélica hasta ese momento: los tiros explotaban justo detrás de nuestros pies. Con mis primos empezamos a correr lo más rápido que pudimos hacia la casa, esquivando el castaño del parque y la mesa.

Todos corrimos desesperados tratando de salvar nuestras vidas. Todos, salvo uno de mis abuelos, Víctor. El, sentado frente al tablón, jamás se levantó y eso que uno de los tiros le había pegado en su panza redonda. Su firmeza y redondez estomacal hicieron que ese tiro rebotara y fuera a parar a la puerta hecha mesa.

Afortunadamente el incidente sólo dejó dos secuelas: una, un agujero (del tamaño de un plato hondo) en la puerta-mesa y otra, una historia que cada cena de Navidad siempre alguien recuerda.


read more "Una historia navideña"

domingo, 30 de noviembre de 2014


Es de noche. No llueve, ni hay señales de que el cielo transpire. Sin embargo, ahí está la anciana, diminuta, con sus zapatos color crema y su pilotín rojo. Arrastra un cesto de compras sobre un par de ruedas. Se la ve pequeña, con un pie delante del otro, en medio de una calle del barrio Les Corts en Barcelona. Posa inmóvil en una foto que le acabo de tomar con mi celular.


Unos minutos atrás, mientras espero a una amiga sobre la vereda de la calle Córsega, un grupo de hombres y mujeres actúa como una jauría hambrienta. Las manos se entrecruzan, dentro de los cestos, en busca del tesoro: sachets de leche, baguetes de pan y turrones.
Una empleada del supermercado Caprabo es la que saca productos que ya dejaron de serlo para depositarlos en dos grandes cestos grises de basura con inscripciones blancas que dicen "Ayuntamiento de Barcelona". Detrás de la barricada gris, hay dos hombres que rondan los 50 años, dos mujeres cerca de los 40 y una anciana de pilotín rojo.

En la época en que el 20,4% de la población española vive debajo de la línea de pobreza, los supermercados y restaurantes tiran, al año, 63.000 toneladas de comida a la basura. En algunas comunidades autónomas como Andalucía o Madrid llegan a cobrar multas de hasta 750 euros por agarrar comida de la basura. Pero no es el caso de Cataluña, ni de este grupo de personas.

La mujer mayor llama mi atención: su actitud pasiva, su pilotín rojo, sus zapatos abiertos color crema y su insignia: lleva un par de aretes de brillantes, esos que hay que apretarlos como si fueran dos caparazones de un caracol de mar para lograr sujetarse a las orejas. En el medio, tienen una gran piedra azulina.

Ya quedan pocos minutos para que finalice la pesca de alimentos. Antes de que la jauría comience a dispersarse, me propongo un pequeño juego mental: si la señora de los aretes brillantes parte hacia mi lado, iré a hablarle.
Trato de cruzar su mirada, sin disimulo, y le sonrío. Como si conociera el juego, me gana de mano y me intercepta sin rodeos.

¿Sabes qué pasa nena?

¿Qué señora? -le pregunto dulcemente.

Amo a los animales -confiesa.

¿Ah sí? -y vuelvo a sonreírle.

Todos los días vengo a buscar algo de pan para las palomitas. Igual también me agarré leche porque con cien euros para la comida no alcanza - justifica.

¿Es jubilada? -le pregunto para continuar la charla.

Sí, pero con los otros 300 pago una piecita.
Sobre la vereda, delante de los cestos, me cuenta que antes había códigos: solían venir jóvenes más respetuosos de la montaña (imagino que se refiere al monte Tibidabo), que le daban más tiempo a ella para que busque entre la basura y que después se repartían las conquistas de manera equitativa.

Ahora están estas mujeres desesperadas que te sacan todo de las manos -dice enojada-  Igual yo amo a los animales ¿sabes?


Espero un par de cuadras para levantar la cabeza y volver a observarla. Saco mi celular y le tomo una foto para ayudarme a recordarla: se la ve en medio de la Rambla Catalunya, diminuta, intacta, con su pilotín rojo y sus zapatos color crema. No llego a ver los aretes de brillantes sujetados a sus orejas, ni la baguette para sus palomas, pero sé que allí están. 

read more "La señora del pilotín rojo"

En 1976, una monja murió de una terrible enfermedad que más tarde bautizarían como ébola. Al parecer, la infección saltó de la entonces Zaire, actual República Democrática del Congo, al resto de África. 38 años después, se convirtió en tinta: "El ébola llega a América", tituló la revista Time, el 2 octubre de 2014.  

Unos días antes, Teresa Romero, una enfermera española casi muere de una terrible enfermedad que ya todos conocían como ébola. Al parecer, la infección saltó por una falla en el traje que vestía mientras atendía a un paciente contagiado en un hospital de Madrid.

En la pantalla de un televisor plasma que cuelga en una de las paredes de un bar de Barcelona está puesto el noticiero: "Pueden llegar a matar al perro de la enfermera por posible contagio de ébola".

"Preocupa más la vida de un perro, que las de miles de personas que mueren de ébola en África", dice el estado de un amigo de Facebook.

El pequeño televisor encastrado en un mueble de cocina de un departamento en Barcelona es una ventana a una pasarela de talkshows españoles: "que el presidente no salió a decir nada de la enfermera, que los controles en el aeropuerto no son suficientes, que el sistema sanitario, que los..."

Apago la tele. Vuelvo a la realidad (que no es la africana con casi de 7000 muertes): me voy caminando por  las angostas, empedradas y chulas siete cuadras que separan el departamento donde vivo de la estación de trenes de Gracia. Bajo las escaleras automáticas para subirme al tren de asientos naranjas acolchonados y respaldos que sobrepasan mi cabeza. Tras media hora de viaje, entre lomadas de pastos altos, llego a la Universidad. Tomo dos clases de cuatro horas sobre literatura, en una de ellas hablamos sobre el libro "Diario del año de la peste" del escritor Daniel Defoe que trata sobre "La gran peste" de 1665 en Inglaterra, una plaga que mató en un año a una quinta parte de la población de Londres. Cuando vuelvo a casa a la noche, me entero que ya vinieron a instalar el Wi-Fi: estoy conectada con el mundo.

Luego de revisar la casilla de mails, llamo por Skype a mi mamá en Argentina que hacía semanas que no veía mi cara pixelada.

-¿Cómo está el tema del ébola por ahí? ¿Ya murió la enfermera? -me pregunta.

Levanto las cejas, cierro los ojos y niego con un movimiento de cabeza. Le digo que las pruebas le dieron bien, que por acá todo sigue igual, que la gente no anda con barbijos por la calle, que hago la misma vida de siempre, que la realidad (que no es la africana con casi 7000 muertes) la exageran los medios y que en la tele se la pasan criticando a los políticos.

-Ah, pero estás como en casa... -me dice.

Parece que sí, pienso, aunque no sé bien qué responderle.
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miércoles, 1 de octubre de 2014


La señora de pelo castaño, ojos vidriosos y sandalias oscuras no da pasos firmes. Entra como temblando.

—¿Tenés de estos? -la intercepta a la cajera con  mezcla de autoritarismo y vergüenza.

—¿Se refiere a los alfajores, señora?

—Sí, pero no así -responde mientras señala con la mirada varias cajas amarillas con letras rojas que dicen HAVANNA- Quiero un alfajor suelto.

—Claro, señora. Acá sobre el mostrador hay.

—Ay, deme uno.

—Es un euro con diez céntimos, ¿vale? -contesta la empleada con un vale que suena artificial. Es uruguaya y hace tres años que trabaja de vender alfajores y otros productos latinoamericanos en un local en Barcelona- ¿Quiere una bolsa?

—No, gracias. Es para el camino. Quiero algo que me haga recordar a Buenos Aires -dice la señora que desde que entró al local parece que en cualquier momento se pone a llorar.

—¿Hace mucho que está acá en España? -le consulta con confianza la trabajadora de la tierra del presidente Pepe Mujica.

—33 añoz, querida. Pero ez que uno nunca se acostumbra -le dice a la cajera, su fugaz confesora, con un tono tan particular que no suena a catalana, ni argentina.

La empleada la mira asombrada. Le parece que con 33 años fuera de su cuna, la mujer podría, tendría que estar más acostumbrada a vivir en esta ciudad con playa, agua transparente, plazas escondidas y obras de Gaudí. Pero no. La señora de 56 años se fue de Buenos Aires cuando tenía 23. Se fue pensando que iba a volver y jamás lo hizo. 

Primero porque su padre, español, le decía que no volviera, que las cosas "en el sur" estaban mal. Luego, cuenta que todo la fue enredando: su marido consiguió un buen trabajo y más tarde "llegaron los hijos". Ahora los chicos están grandes, su pareja perdió el empleo, hace años que está en paro, como le dicen los españoles a no tener trabajo, y ella tuvo que buscar un ingreso: es niñera y cada tanto se dedica a entrar a los negocios en busca de algo que la haga recordar una ciudad que, como bien dice, paradójicamente, ya no siente suya.



—Las veces que volví, me sentí rara. Ya no soy de Buenos Aires y por más que pase el tiempo, sé que tampoco pertenezco a España. Igual, sabés nena, cada vez que escucho un avión, veo para arriba y sonrío: imagino que soy yo la que va volando -confiesa mientras abre lentamente el papel metalizado de su alfajor. 
read more "Volver"

jueves, 29 de mayo de 2014






Está sentada, sonriendo. Esperando. Está sobre una banqueta y no para de hablar por celular. Cada vez que me la cruzo me da la sensación de que vive  en cámara rápida. Dice que sí, que acepta la invitación, pero cuando vuelva de viaje. Trato de hacerme la que no escucho su conversación, miro para otro lado; aunque mis sentidos están puestos en ella. Tampoco es que la cerrajería de "Omi" sea tan grande: de un lado del mostrador estamos nosotras, Norita y yo. Del otro, "Omi", un hombre grandote con la punta de sus dedos plateados. Mientras lo observo trabajar, imagino que lo metalizado de sus dedos se asemeja a un polvo de otro planeta, aunque sean sólo restos de llaves de esta tierra.

Esta tierra es Castelar, una especie de princesa del conurbano. Un suburbio de la zona oeste de la provincia de Buenos Aires con muchas casas lindas y pocas avenidas: una de ellas es Alem y sobre Alem está la cerrajería de Omi. Es sábado y hay menos movimiento en las calles que un día de semana. Omi le está terminando de hacer unas copias de llaves a Norita, mientras yo espero: quiero averiguar para hacer también copias de llaves, pero para un candado.

La primera vez que la vi, casi diez años antes que esta tarde, no comprendía bien su historia, más bien no la conocía. No se trata de justificar mi ignorancia, tan sólo contarla: en la escuela de monjas a la que fui no se ahondaba sobre las dictaduras. Cuando terminé la secundaria, a los 17 años, Nora me abrió las puertas de su casa, dejó que me sentara en un sillón de su comedor y que la entrevistara para un trabajo.

El tiempo pasó y volví a cruzármela: fue en un vagón de subte de la línea A. Ella bajaba en Piedras y yo la seguí como una paparazzi o más bien, una groupie. Quería hablarle, decirle algo. La miré, la salude y le dije que la felicitaba por su lucha. Ella me dijo si, si, gracias nena, estoy apurada, llego tarde. Cruzó, vertiginosa, Avenida de Mayo por el medio de una cuadra. Seguramente no se acordaba de esa tarde en que estuve sentada en su sillón.

Esa tarde, esta hermana de cinco mujeres, hija de un imprentero machista y que aprendió a coser por carta, me contó que llegó a Castelar a los 20 años (ahora tiene 84), cuando se casó en 1950 con su novio, Carlos Cortiñas, quien tenía una casa en Castelar, la princesa del oeste. Después llegaron los hijos: Gustavo, el mayor, y Marcelo, el menor.

Es una ciudad muy linda, y aunque por momentos es bastante hermética, la gente se preocupa por el otro -me dijo esa tarde.

El tiempo pasó y después volví a cruzármela. Fue en la fila de un banco que se caracteriza por tener a varios jubilados como clientes y si aún uno no es jubilado, el tiempo bancario se encarga de que te jubiles ahí dentro, esperando. Ese día, mientras aguardaba, detrás mío escucho una voz finita de tono alto:

 Siempre lo mismo en este banco ¿No piensan en la gente?

Me doy vuelta y ahí estaba ella, menudita, petisa de rulos grises: Nora, Norita.

Esa Norita cuyo hijo mayor era Gustavo, un ex estudiante del colegio Inmaculada Concepción de Castelar, que en los años 60, comenzó la carrera Administración de Empresas en la Universidad de Morón. Gustavo, que militó en la Juventud Peronista, fue miembro de Montoneros y después se alejó: no soportaba los políticos que acompañaban al ex presidente Juan Domingo Perón, según me contó Norita esa tarde en el comedor de su casa.

Gustavo, quien a los 21 años, dejó la universidad, se casó con Ana y tuvo un hijo. Gustavo, el que después con un grupo de jóvenes de la Villa 31 de Retiro, con el Padre Mujica a la cabeza, hacía trabajo social. Gustavo, el que luego del asesinato del sacerdote, se fue a trabajar a la zona oeste del conurbano, al Barrio Carlos Gardel y San Juan. 

Gustavo, el que el 15 de abril de 1977, en la mismísima estación de trenes de Castelar,  fue secuestrado por miembros de la dictadura militar y hasta el día de hoy está desaparecido.

Gustavo...

El azar o el destino volvió a hacer que después de la situación del banco de Castelar, me cruzara otra vez a mi vecina en una provincia que queda a 1.100 km. de nuestra ciudad. Yo había ido a hacer una nota a Formosa por la Cumbre de Pueblos Indígenas de Argentina y ella a apoyar la lucha de los pueblos originarios.

Recién venimos de un vuelo de último momento. Venimos acá a acompañar la lucha de nuestros hermanos originarios -dijo al micrófono frente a cientos de personas en la Cumbre.

Durante la tarde en el comedor de su casa, después de contar el secuestro de su hijo, se hizo un silencio. Ella dijo que cuando se enteró de la noticia fue con su familia a la Comisaría 3° de Castelar sur, sobre la Av. Libertador, a preguntar si Gustavo estaba ahí. La policía que la atendió dijo que el nombre de su hijo figuraba con una frase que decía: "A pedido de área" y que no tenía más información sobre él. Otro día volvió y  un oficial le dijo que no podía hacer nada por ella. Que lo siguiera buscando, que la cosa venía mal.

Ella comenzó a ir todos los jueves a Plaza de Mayo a reunirse con otras mujeres que estaban en su misma situación y daban vueltas por la plaza como símbolo de reclamo de sus familiares desaparecidos; con los años se convirtió en Nora Cortiñas: cofundadora de la Asociación Madres de Plaza de Mayo; integrante de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora y doctora honoris causa por la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica. Pero eso fue más tarde. 

Antes llegó a ir a Holanda con un grupo de madres a consultar a una vidente que se había hecho famosa por detectar el lugar donde había caído el avión de los rugbiers uruguayos en 1972. Y un día de 1978 se animó a entrar a un terreno extenso que está ubicado sobre otra avenida de Castelar, Blas Parera, donde había una mansión, conocida como Mansión Seré, hoy museo por haber funcionado como un centro clandestino de detención durante la dictadura militar. Pero en ese entonces, ella no sabía nada de lo que sucedía ahí, sólo tenía sospechas de que podían llegar a esconder gente secuestrada. Entonces vio el portón abierto, tomó fuerzas y entró: empezó a golpear las manos, hasta que un hombre de camisa celeste manga corta y peinado con gomina salió de la casona.  

¿Esta casa se vende? -le preguntó Nora- Quiero poner un hogar de ancianos.

No señora, vayase -le contestó el hombre.

¿Y se alquila? -insistió.

No, váyase por favor.

Ella de paso miraba todo, aunque sólo pudo vislumbrar de la casona marrón una ventana con una manguera. Hasta que se escuchó la voz de otro hombre: "despachá a esta mujer, que se vaya" y no le quedó otra más que dejar el lugar, sin nada a cambio.

El hombre de otro planeta está terminando de hacerle las copias de las llaves a Norita. Ella le pregunta cuánto es, saca la plata de su monedero, toma las copias y se va.

Esta mujer es importante. Es Madre de Desaparecidos. Hace años que viene acá -me dice con orgullo Omi, dentro de su cerrajería de Castelar. 

Norita ya está a tres cuadras. Va -como siempre- a paso acelerado. Su figura se va achicando, tanto como si la mirara a través del ojo de una cerradura. 
read more "Norita, a través del ojo de la cerradura"

Esta no es una historia de triunfos; aunque involucra a Leo Messi y Diego Armando Maradona. Esta es la historia de un joven que prometía convertirse en "alguien", pero se quedó en el camino. Podría ser la historia muchos, pero esta tiene una particularidad, o dos. Desde que nació, su apellido lo marcó a fuego y sus entrenadores decían que cuando jugaba al fútbol era magia. Como si eso fuera poco, a los 10 años jugó con Messi en Newell´s. Esta es la historia de Sergio, Sergio Maradona. El Maradona que no fue.

***

La primer pieza de este dominó de hechos la puso Quique Domínguez, uno de los entrenadores de Messi en Newell's. En la producción de "Diario del primer 9 que jugó con Messi", una de las historias de la Don Julio #1, Domínguez le contó al cronista que en las Inferiores de Newell's había otro crack además de Lionel: Maradona, Sergio Maradona. ¿Cómo llegar a él? A través del entrenador que había tenido en el club, Carlos Morales. Pero, a partir de ese momento, el falso Maradona se convirtió en una figurita difícil: Sergio no contestaba los llamados ni los mensajes. Salvo una vez en la que aceptó que le hiciéramos una entrevista en Rosario, pero cuando lo volvimos a llamar para confirmar la hora y el día, desapareció. Domínguez nos pasó el teléfono de una tía que vive a dos cuadras de su casa. La llamamos, charlamos, nos dijo que volviéramos a llamar a tal hora, que Sergio estaría ahí. Llamamos: Sergio no estaba ahí. El mismo Sergio que una vez que lo volvimos a ubicar y volvimos a pactar una visita, nos cambió la fecha porque se había olvidado de un viaje que tenía que hacer a Bolivia. “Es un pibe difícil”, nos había alertado Domínguez. Pasó casi un año entre el primer y el último contacto, cuando acordamos un nuevo viaje: “El próximo sábado nos vemos en Rosario”. Pero el falso Maradona podía volver a desaparecer. Alguien, entonces, tenía que contar su historia, y ese alguien es Carlos.

Carlos Morales es lo que se dice un buscador -de sueños, ilusiones y cracks-. Años atrás, pasaba día y noche buscando chicos en potreros, en videos caseros que filmaba de sus rivales en el baby o en canchitas olvidadas de pueblos de la Argentina. Los buscaba para darles la oportunidad de llegar a ser “alguien”.

Es de Rosario y toda su vida vivió allí. Ahora tiene 61 años. Dice que dio todo por Newell ´s, que Rosario no es lo mismo que antes, que siempre tomó su vocación de captación como si fuera un negocio. No por el rédito económico -punto que aclara reiteradas veces en la charla que ahora tenemos en su auto- sino porque convencer a los padres de que sus hijos jugaran en Newell´s era como venderle una pieza metalúrgica a un cliente: él es comerciante de piezas metalúrgicas y también entrenador de baby fútbol


***

—¿Pudo hablar con Sergio? —le pregunto a Carlos cuando nos pasa a buscar con su camioneta por la Terminal de micros de Rosario.

—No me responde los mensajes. Lo llamo y no atiende, pero ahora vamos a buscarlo a la casa. Aunque sea para que puedas hablar con los padres.

Los padres, Alfredo y Graciela. Sergio es el mayor de diez hermanos.

En los veinte minutos de viaje hasta Moderno, el barrio con casillas y calles de tierra, alejado del centro de Rosario, donde vive el jugador, Morales habla de Maradona y de Messi.

Cuenta que hace años que vienen periodistas desde España, Italia, Japón, Francia y Estados Unidos por “el Leo”, y que siempre le preguntan: ¿quién era mejor, Maradona o Messi?

Y él les contesta con otra pregunta:

—¿A qué Maradona se refiere? ¿A Maradona, el de la Selección? Porque hay dos Maradonas. El otro se llama Sergio. Era un año más joven que Messi, aunque un torneo lo jugaron juntos, en Mar del Plata. En esos años yo siempre titubeé. Siempre pensé que Sergio iba a ser un crack. Pero no se dio. Por las circunstancias de alrededor, calculo, no por él. 

Carlos detiene el auto sobre una avenida, en la puerta de una canchita de barrio. Desde la vereda puede verse una cancha de fútbol con gradas y un portón celeste. Un pequeño cartel pintado a mano dice: “Se busca chico 2004 y 2007”. Otro, bastante más grande, deja en evidencia que hace años alguien pintó: “Bienvenidos a la Asociación Infantil Unión y Progreso”.

—Acá vive Maradona —dice Carlos—. Bah... vivía, capaz que ahora no. Acá viven los padres.

—¿Acá? ¿Justo en una cancha?

—Sí, en una cancha de fútbol. En una casita al costado. Ustedes espérenme acá. Déjenme a mí.

Carlos se baja de la camioneta. La espera no fue muy extensa. Vuelve al rato, pero no lo hace solo: zapatillas Adidas, remera Nike, pelo corto con un gel que forma una cresta. Una sonrisa pícara envuelta en pecas.

—Éste es Sergio.

Maradona nos saluda con tal simpatía que deja atrás todos los momentos de desplante. Carlos le comenta que veníamos hablando de cómo se había iniciado en Newell´s.

—¿A vos quién te trajo, Serguiño? —le pregunta Carlos, y Sergio contesta, seguro:

—La verdad, no me acuerdo.

—Nosotros recorríamos potreros —interrumpe Carlos— pero la magia que él tenía era difícil de encontrar. Era Categoría 88, y yo siempre me decía: “Si existe un Maradona de ese año, deben existir otros. El asunto es encontrarlos”.

Sergio, durante el viaje a una estación de servicio para tomar un café, habla poco. Se dedica a escuchar a Carlos, que fue su entrenador durante dos años, desde los diez hasta los doce. Pasaron mucho tiempo sin verse y en esta camioneta se reencontraron. Sergio parecía tener la capacidad, pero el éxito -ése de las tapas de los diarios, de jugar en Primera, de salir con actrices o cantantes y de jugar en un club del exterior- no. Algo pasó y se convirtió en el Maradona que no fue.

***

Maradona nació el 22 de febrero de 1988. Ahora tiene 26 años y aún vive al lado del club de su infancia, la Asociación Infantil Unión y Progreso, ese por el que, hace un rato, lo pasamos a buscar. Nos dice que juega desde que tiene memoria; buena memoria: a los cuatro años le pegaron una patada que le dio tanto miedo que no quiso volver a jugar.

—Pisaba una cancha y salía llorando. “Dale, Sergio”, me decía mi papá, hasta que me convenció.

En 1995, Sergio Maradona se sumó a las infantiles de Newell’s. Tenía siete años. A los ocho jugó con Leandro Depetris, el chico que a los 11 años vendieron al Milan, en un torneo en Perú: salieron campeones.

—No nos ganaba nadie, los limpiábamos a todos. Puro ganar, no perdíamos casi. Hasta que llegó enero de 2000, el Mundialito de Mar del Plata. Yo tenía 11 años y giraba casi todo en torno a mí. En una de las semifinales bailamos a Boca, le ganamos 4-1 con dos goles míos. Ese partido fue una locura. Me hicieron notas para la televisión, fui tapa de Olé.

“Se llama Maradona”, tituló, el 27 de enero de 2000, en su tapa, el diario Olé, que develó dos datos clave: Maradona es diestro. Y juega con la 9.

—La final la jugamos contra Aldosivi, el local. La ganamos por penales.

Lo que sigue marcó el destino del joven crack. Después de ganar el Mundialito en Mar del Plata, Newell’s tenía que jugar el Argentinito en Morteros, Córdoba. Pero Sergio eligió otro destino: Salta. Maradona viajó a Pocitos, aceptando una invitación de una escuela de fútbol. Los chicos querían ver a quien había sido “la tapa de Olé”.

—Todo el pueblo estaba ahí. Me encariñé tanto con la gente que me olvidé del torneo en Morteros. Dos semanas me quedé allá. Cuando volví, el Cabezón (Carlos) me quería matar, ¿ no?

—Ni me hagás acordar —le responde Carlos, llevándose las manos a la cabeza.

Luego siguieron la Octava y la Séptima de Newell’s, y la posibilidad de probarse en River: Maradona se probó en River, Maradona quedó.

—Así que empecé en River, pero el estudio es cero para mí. En River era obligatorio el alemán, francés, ruso, y a mí no me daba el marote. Me pudrí y me volví a mi casa. Mi familia me quería matar.

Maradona dejó River, entonces, y se probó en Unión de Santa Fe: y también quedó. Jugó hasta que se “cansó de pasar hambre” y volvió -como la vez anterior- a su casa, al club que lo vio nacer, ése en el que le pegaron aquella patada que le dio miedo de jugar. Agosto de 2007 lo encontró en Tucumán: había firmado para Atlético, que entonces jugaba en el Argentino A. Todo parecía marchar sobre ruedas: concentraban en Arroyo Seco con un nivel "de primera" tanto en la comida, como en el hotel. Pero...

—Yo estaba enamoradísimo de mi novia, Denise. Un día no dije nada y me fui: me vine a Rosario a verla a ella y mi familia.

—Lo que se dice un burro, un burro… -lo interrumpe Carlos, indignado.

El técnico de Atlético Tucumán era Jorge Solari, "el Indio". Apenas supo que Maradona había desaparecido porque extrañaba a su novia, lo fue a buscar a Rosario y lo encaró: “¿Tu novia? Maradona, ¿vos sabés lo que te va a dar Atlético? Te van a sobrar las mujeres, te vas a cansar de eso... No me rompás los huevos, yo estoy apostando todo por vos, tenés una capacidad tremenda. Podés jugar donde quieras, pero tenés mierda en la cabeza. Mierda tenés”.

—Pero yo pensaba en otra cosa —recuerda Maradona—. Mis compañeros me cargaban con que era el hijo del Indio.

Después del primer escape y la primera visita del entrenador, Atlético Tucumán jugó un amistoso contra Central Córdoba, en Rosario.

—La rompí.

Al otro día, Solari les dio el día libre a sus jugadores. Maradona se quedó en su casa.

—Era un día nomás, porque a la mañana siguiente teníamos que viajar a Tucumán, donde jugábamos contra Talleres de Córdoba. Entonces me levantó mi mamá: “Dale, mi amor, que te tenés que ir”. “No quiero”, le dije. “Bueno, arreglate con tu padre”. A mí no me importaba nada, yo quería estar en mi casa.

Unos días más tarde, alguien tocó la puerta de su casa: era Jorge Solari, el Indio.

—Se apareció con un traje —relata Sergio— italiano, vestido de primera. Entonces le dijo a mi papá: “Este chico puede jugar en el Barcelona si quiere, pero tiene mierda en la cabeza”.

Maradona volvió. Jugó 58 minutos en Atlético Tucumán: reemplazó al delantero Pablo Hernández en un 3-1 a Juventud Antoniana de Salta, y a Luis Rodríguez, la Pulga, en un partido que el Decano le ganaba 1-0 a Luján de Cuyo.

“Pulguita, muy aplaudido, le dejó el lugar a Maradona. Como el pibe no es Diego, los hinchas se la agarraron con él desde el primer contacto -escribió el sitio Argentinoa.blogcindario.com-. Cuando perdió una pelota, Paz y compañía quedaron mal parados, Carrillo pasó como si fuera el socio 10.000, Ischuk dio rebote y Matías Zbrun no perdonó”.

Fue 1-1, y también el último partido de Maradona en Tucumán. Un ayudante de campo, una noche, lo sacó tipo polizón, y Maradona se volvió a su casa. Esa temporada, el Atlético de Jorge Solari ascendería a la B Nacional.

Carlos espera a que Sergio termine su relato y le pregunta qué fue de la relación con su novia.

—No nada, ahora nos cruzamos por el barrio y ni nos hablamos. 


***

—En menos de un mes pegué viaje para México. Un amigo me ofreció viajar y como en mi barrio en Rosario andaba en cualquiera, dije: “Me voy”.
En el país del tequila -dice- su apellido era una locura. Maradona se fue a los Albinegros de Orizaba, el club más antiguo del fútbol mexicano. Completó apenas diez partidos en la Liga Premier de Ascenso, la tercera división: lo echaron dos veces y no metió ningún gol.

Lo que siguió no fue fácil: peleas con el técnico, con el presidente -por haber salido con su hija-, problemas para darle el pase a otros clubes. Entonces se metió en el sistema informal: empezó a jugar en pueblos rancheros o de mala muerte, como les dice él. Santana, San Juan del Río, Nogales, Río Blanco. Fueron varios. Jugaba torneos por plata, hasta que surgió una oferta mejor: volver al Ascenso mexicano.

—Podés ganar tres veces en un día lo que ganás en un mes —le planteó un amigo.

Maradona aceptó sin dudar, aunque las condiciones eran extrañas: para jugar, debía cambiarse el nombre. Dijo que sí y le hicieron un DNI falso. En su primer partido hizo tres goles; los dueños del equipo se entusiasmaron con él:

—"¿Cuánto quieres cobrar? Dinos, ¿cuánto quieres?", me preguntaban -cuenta Maradona-. "No sé, muchachos… con tres mil pesos está bien", les contestaba. Había algo que no me cerraba...

Hasta que se enteró: el presunto dueño de su nuevo club, los Mapaches de Nueva Italia, de la tercera división, era Wenceslao Álvarez Álvarez, una de las células de La Familia, el cartel narco de Michoacán. Entonces Maradona le contó a su amigo que no quería seguir jugando ese juego.

—No, ahora cagaste —le contestó el amigo—, encima les gustó cómo jugaste.

—Entonces me escapo.

Se fue para Veracruz, donde vivía una chica mexicana con la que estaba saliendo. No sabe cómo, pero lo contactaron.

—Hola pinche, ¿dónde estás, cabrón? Tenemos que jugar la final —le dijeron al otro lado del teléfono.

—En Veracruz.

—Pues no vas a llegar. Mira, te vamos a mandar dinero y te vienes en avión.

—Quiero más plata, entonces.

Le mandaron cinco mil pesos mexicanos y el pasaje de avión. Con Maradona, Mapaches fue  campeón. El premio fue de 15 mil  pesos y aquello recién comenzaba: con un nombre falso y sin un apellido que lo presionara, el equipo debía jugar un campeonato nacional.

***

Esta tarde en la estación de servicio hablamos de los apellidos, de si un apellido puede marcar un destino. 

—¿Te gusta ser un Maradona?

—Siempre me pesó muchísimo

—¿Lo sentís como una responsabilidad?

—Sí. Yo creo que si hubiera tenido cualquier otro apellido habría debutado en cualquier lugar.

—¿Por qué?

—Porque es mucha menos presión.

***

Maradona en México llegó a la final del campeonato nacional. El contrincante era Michoacán B, de otro cartel narco. Se corría el rumor de que podía correr sangre si el equipo del crack perdía. Pocos minutos antes de que terminara el partido, iban ganando, y el director técnico decidió sacarlo a Sergio y a un compañero. La copa era generosa: caballos, autos y mucho dinero. El cambio del entrenador tuvo sus consecuencias: perdieron 5 a 3. Todos lloraban -incluido Sergio-. Eran lágrimas de tristeza pero también de temor. “Nos van a matar”, pensó Maradona.

—No llores, güey —lo consoló uno de los dueños del equipo—. Aquí nosotros no te vamos a hacer nada. Tú quedate tranquilo. El que se equivocó fue el técnico.

Dicho y hecho, recuerda Sergio: en un puente que cruzaba Nueva Italia apareció quemada la camioneta del entrenador, con el entrenador adentro.

—Jugué en el equipo un año más. Mi novia quedó embarazada, tuvimos un hijo, y después los Michoacán dejaron el fútbol y me ofrecieron entrar en su negocio. Me enseñaron cómo entrar en la venta, cómo disparar. Pasé meses sin comunicarme con mi familia.

Hasta que la familia lo contactó, y le pidió por favor que volviera a casa. Una madrugada, gracias a unos amigos, su mujer y su hija se fueron al Distrito Federal y él dejó todo y -con 21 años ya- viajó a la Argentina.

—No sabía nada de esto —dice Carlos, asombrado.

—Sí, y acá empecé a jugar en las ligas de campo, por dinero.

El club para el que juega ahora en Argentina se llama América de Fuentes y es semi profesional: Maradona está negociando que le den el pase para volver a Bolivia, donde en junio de 2012 jugó en Petrolero de Yacuiba, un club semi profesional de la B y donde también juega en un torneo de mineros, por plata.

***

El éxito. El tema siempre fue el éxito. De si las decisiones que tomamos nos llevan al éxito o al fracaso o si acaso nuestro destino, pase lo que pase, va a cumplirse de todas maneras.

—¿Te arrepentís de lo que viviste?


—Yo sé que si hubiera hecho las cosas bien, hoy no tendría problemas. Pero bueno, uno toma buenas o malas decisiones en la vida, y yo estaba muy solo. Me las creía todas. Yo soy muy humilde y mi familia es todo. 

Publicado en revista Don Julio
read more "Si yo fuera Maradona"

lunes, 12 de mayo de 2014



Un joven alto, el rostro intranquilo, mejillas abultadas color de arcilla repite “Díaz, Díaz, Díaz…”. Está contra una pared y hace varios minutos que dos hombres le están preguntando cómo se llama su madre, cómo se llama su padre, cómo se llaman sus hermanos.
El adolescente de tierra fina está confundido. No entiende, no habla castellano. Les responde en su lengua, el qom. Pero los hombres del registro civil del departamento de Laguna Blanca, provincia de Formosa, Argentina, sólo hablan español.
El nombre que escuchan -Egayie- no les gusta, es difícil de escribir. Le piden otro y él responde "Díaz". Toman nota, mientras él continúa quieto. Le van a dar un documento que avale su identidad. Lo miran con detenimiento, calculan su edad: 16 años.

Fecha de nacimiento: 28 de diciembre de 1959, anotan.

Ahora necesita un nombre y Félix les suena bien.


Félix Díaz, escriben.  

***

El resto de la historia está publicada en el libro "Otra Argentina", una compilación de crónicas que representan un mapa de situación del país actual.

El libro está disponible en todas las librerías del país:


Les comparto además un video de la presentación de la historia en la Feria del Libro de mayo de 2014.




read more "El hombre de la tierra"

lunes, 24 de marzo de 2014



  
Una de las principales estaciones de tren que conduce al aeropuerto Charles de Gaulle de París.

Bloques grises de cemento -que entre medio tienen tiras de hierro para calzar vagones- acogen gente que espera. Son pasajeros con sus valijas y ojos que aguardan. Algunos miran a lo lejos, al final del túnel, como queriendo matar la estancia.     

El techo por arriba de sus cabezas es el piso de otros. De los que caminan y se sientan en los bancos de la plaza Chatelet-Les-Halles, de los que entran y salen de la Iglesia San Eustaquio, de los que piden monedas y hasta de los roedores que por las noches esperan para comer la basura de las bolsas. Alrededor de la plaza, las calles son empedradas, los toldos de los bares, rojos y las sillas en vez de estar enfrentadas, miran y admiran la ciudad. Algunos clientes se sientan a tomar un café y no pierden de vista a la gente pasar.

Una joven va apurada con su valija, seguramente desde el bar alguien observa su rápido caminar. Toma la escalera mecánica para meterse en la tierra. Inmediatamente se convierte en una más y espera. El tren llega a la estación y el sol está dulce. Una vez que el monstruo de metal sale hacia la superficie, los suaves rayos rozan su mejilla que da contra la ventanilla. Cierra los ojos y escucha el ruido que hacen los remos contra el agua en el gran canal de Versalles a 30 kilómetros de allí. Vuelve a ver a ese niño en silla de ruedas tocar "el himno de la alegría" en su pequeño teclado eléctrico con su abuela orgullosa al lado. Vuelve a ver la inmensidad color verde, a su novio recostado a su lado y a respirar aires de plenitud. Piensa que en unos minutos cuando ya no esté aquí, le gustaría escribir algo sobre sus días en París. No sabe si acompañarlos con algo de historia (en París hubo reyes hasta 1972 y uno en particular, Luis XIV agotado de la vida agitada del centro de París, decidió mudarse a la ciudad de Versalles y  construir un gran palacio con inmensos jardines al estilo francés, hoy abiertos al público y que años antes, en 1919, fueron el escenario de la paz: allí se firmó el tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial) o tal vez no. Mejor sólo contar sus vivencias. Aunque de una u otra manera, de lo que está segura es que quiere escribir sobre sus días allí para no olvidarlos jamás.

De repente, a tan sólo tres estaciones del aeropuerto, un mal pensamiento atraviesa los bellos recuerdos. Un sudor frío le corre por la espalda y el escalofrío se le escurre en el resto del cuerpo. Sus días de ensueño -en los que toca el piano con el niño, mira por horas la Torre Eiffel, compra comida en los mercados, juega a vivir en una buhardilla, a ir a una fiesta de artistas, a esperar a su amado en el lugar más romántico del mundo- parecen haber quedado atrás. Esa misma ciudad que la había dejado pasear por sus calles, poner un candado en sus puentes, quedarse atónita frente a la esfinge de metal ahora la convierte en una prisionera. Lo único que necesita para salir de allí y seguir con su viaje es lo que ha olvidado. Lo único indispensable que necesitaba llevar es lo que no está en su valija: el pasaporte.  

El sudor pronto se transforma en angustia. Para tratar de no entrar en pánico, la joven piensa. Podría haber recordado un ensayo sobre la Torre Eiffel del filósofo francés Roland Barthes que dice algo así como que la torre es amistosa e inútil y eso es lo que la hace mágica. Ella sabe que la Torre (con mayúsculas) no fue construida con un sentido histórico, ni artístico y sin embargo tanto tiempo soñó con conocerla. Al verla por primera vez sintió la satisfacción de que algo soñado podía ser real. Algo que -podría llegar a suponer- no le pasa sólo a ella, sino también a los más de seis millones de turistas que van cada año, convirtiéndola así en el monumento más visitado en todo el mundo.

Sin embargo, piensa en el pasaporte olvidado en la valija de su novio que hace tres horas partió en tren a Alemania. Se pregunta cómo pudo haber sido tan necia y despistada por no usar palabras más fuertes. Podría haberse puesto a pensar en su primera impresión al llegar a la ciudad: se asemejaba a una especie de obra de arte viviente con una belleza tan surrealista que rozaba lo artificial. Una idea que con el paso de los minutos al caminar sus calles se fue diluyendo como los canales del río Sena. París te absorbe y ya no te deja pensar. París inspira: muchos le sacan fotos, otros hacen películas y algunos hasta escriben libros. Cada uno busca la manera de volverla eterna.

"Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo". (Rayuela, Julio Cortázar, 1963)

"París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba". (Ernest Hemingway -1964)

"A veces me pregunto si alguien podría crear una pintura, una sinfonía o una escultura capaz de rivalizar con esta ciudad. No se puede. Porque cada vuelta, cada calle, boulevard posee una forma de arte particular". (Medianoche en París, Woody Allen, 2011)

En el tren una joven francesa la ve sufrir. Le pregunta por qué llora. Ella le explica que debía encontrarse con su novio en Alemania, que no tiene manera de comunicarse con él y que ahora perderá su vuelo; que no sabe qué hacer. La francesa la tranquiliza, le dice que no se haga problema que dentro de la Unión Europea no es necesario el pasaporte para ir de un país a otro. La explicación tiene sentido y logra calmarla. A esta altura, el tren llega al aeropuerto. Allí ella imprime el billete de avión en una máquina expendedora y nadie le pide el pasaporte. Logra subirse a su avión que va dejando París a lo lejos. La joven aprovecha el vuelo para escribir: escribe sobre los momentos de angustia.

Al reencontrarse con su novio termina riéndose de lo sucedido. A la distancia, por celular,  le cuenta a sus amigas sobre el olvido. Una de ellas le dice que no se culpe, que no sea tan dura, que esas cosas pasan.


Pasan cuando uno se enamora... de una gran ciudad...
read more "Por siempre París"
 

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