Cada vez que siento el olor a té de menta recuerdo que el mundo no es sólo el que nos rodea día a día...
El día que descubrí eso no estaba sola, me acompañaba mi amiga,
esa que la señorita en primer grado de la escuela en Buenos Aires me había
puesto como compañera de banco por sus altas calificaciones y -creo yo- por su
cartuchera con lápices de colores, siempre ubicados en degradé. Los míos solían
estar desordenados, hasta que la conocí a ella y supe que así también yo los
quería.
Varios años después, ya casi llegando a los 30, mientras pasé unos meses en Barcelona, ella supo
que eso era lo que quería: estar unos días juntas en la ciudad de
ensueño y por qué no hacer algún viaje exótico a lo desconocido. Así fue que aprovechamos un
vuelo barato a Fes, en Marruecos. Algunas personas nos habían alertado que no
era conveniente que dos mujeres solas viajaran a un país africano musulmán, mientras que otros nos decían que no pasaba nada. Así que seguimos el consejo de los segundos.
Llegamos a Fes al mediodía. Al bajarnos del avión, en la
pista nos recibieron unos militares con metralletas que nos hacían gestos de
que no (que fotos al avión no). Hicimos el trámite de migraciones en un idioma
que nos hacíamos las que entendíamos, cambiamos euros por moneda local y dejamos
el aeropuerto atrás. Allí nos estaba esperando un taxi del riad –una casa
típica marroquí en medio de la medina, el centro histórico amurallado de la ciudad- que
habíamos contratado. De la camioneta negra de vidrios polarizados, salió un
hombre moreno, sin turbante, con un papel que decía lo que esperábamos, “Riad Sophia”.
Allí estábamos, mi compañera de banco y yo, en el asiento
trasero, hablando un inglés inventado. Sobre la ruta de asfalto, veíamos pasar
hombres morochos con turbantes blancos, mansiones árabes de lujo, mujeres con
sus cabezas cubiertas por pañuelos (hiyab) con niños que llevaban
de la mano. El camino pavimentoso se fue volviendo cada vez más angosto, hasta
que tuvimos que atravesar algunas arcadas que parecían de barro y que nos
indicaban que nos acercábamos a la medina, el centro histórico y amurallado de
Fes. El chófer frenó su vehículo a los pocos minutos de atravesar una puerta
grande y en su inglés nos dijo algo como “a partir de aquí, siguen con él".
“El”, un hombre de unos 40 años, camisa blanca y jean, detenido
al lado de la camioneta, mirándonos. Bajamos, mientras el hombre ya se nos
había adelantado y había descargado nuestras valijas -con rueditas- del baúl
del coche. En ese momento, supimos que no nos quedaba otra opción más que seguirlo.
Comenzar a caminar por esas callejuelas tan angostas y tan serpentinescas me hizo sentir tan pequeña, en medio de tanto mundo.
Era un laberinto. Fes es sinónimo de creer haber llegado a destino, cuando en realidad te espera otra curva, otra y otra. Es la ciudad de los gatos como dueños majestuosos de las calles. Es la ciudad de los que tiñen cueros y los cortan, de los que tejen telares, de los que hacen alfombras con hilos de seda.
Es la ciudad de los comerciantes y de los comercios (zocos) de zapatitos de colores en punta, de las lámparas, de la bijouterie artesanal, que están donde debería haber veredas. Es la ciudad donde regatear es un halago. Es la ciudad de los que te miran mal si intentas sacarles una foto. Es la ciudad que ve a los occidentales como materialistas y eso no quiere decir que estén equivocados.
Es la ciudad de los olores intensos. Es la
ciudad de las especias naranjas, verdes, amarillas. Es la ciudad donde se
escuchan sirenas que no son sirenas sino el llamado al rezo que se oye por
altavoces cinco veces al día. Es la ciudad espiritual de los que salen
corriendo cuando suena el llamado, de los que se quitan los zapatos y lo dejan
en las puertas de las mezquitas que les corresponden: las mixtas, las de
hombres o las de mujeres. Es la ciudad de los turbantes, de los vestidos largos
que cubren los cuerpos sagrados de las mujeres. Es la ciudad de las jóvenes que
no usan turbantes si no quieren. Es la ciudad que tiene la Universidad del
Corán (Madraza) más antigua del mundo. Es la ciudad donde las mujeres dicen que
hay más mujeres que hombres trabajando.
Y allí estábamos. En medio de ese embrollo con mi amiga,
siguiendo a nuestro guía esporádico con desconfianza. Por momentos, nos
poníamos a la par y le preguntábamos how long, para que él nos
respondiera sun, sun. Luego de quince minutos, mentalmente eternos, nos señaló
un cartel naranja, con flechas por arriba de nuestras cabezas, que decía “Riad
Sophia”. Con más tranquilidad, continuamos por el camino.
Al llegar al frente de una construcción humilde de
ladrillos grises a la vista, se detuvo y golpeó una pequeña puerta ovalada de
madera. Una chica más joven que nosotras con un turbante celeste apareció
detrás de la abertura. Nos sonrió y nos invitó a pasar. Agachamos nuestras
cabezas para no golpearnos al atravesarla. Una vez dentro, perdimos a nuestro
compañero de viaje y la chica nos llevó hasta un luminoso patio interno de altas
columnas con venecitas negras y blancas.
Nos sentarnos en unos sillones alargados sin
respaldo de seda anaranjada, a la espera no sabemos de qué. A los pocos
minutos, apareció la joven, sonriente con una bandeja metálica. This is typical, dijo,
mientras apoyaba sobre una mesita redonda de mimbre dos pequeños vacitos de vidrio
repletos de té con hojitas de menta y un aroma que jamás olvidaré. Era una mezcla de menta
con la sensación de haber llegado a casa: un lugar donde uno se siente cómodo,
sin que nadie te obligue a nada, ni siquiera a quedarte en él.
(Las fotos son del viaje a Fes)