Una de las principales estaciones de tren que conduce al aeropuerto Charles de Gaulle de París.
Bloques grises de cemento -que entre medio tienen tiras de hierro
para calzar vagones- acogen gente que espera. Son pasajeros con sus valijas y
ojos que aguardan. Algunos miran a lo lejos, al final del túnel, como queriendo
matar la estancia.
El techo por arriba de sus cabezas es el piso de otros. De los que
caminan y se sientan en los bancos de la plaza Chatelet-Les-Halles, de los que
entran y salen de la Iglesia San Eustaquio, de los que piden monedas y hasta de
los roedores que por las noches esperan para comer la basura de las bolsas.
Alrededor de la plaza, las calles son empedradas, los toldos de los bares,
rojos y las sillas en vez de estar enfrentadas, miran y admiran la ciudad.
Algunos clientes se sientan a tomar un café y no pierden de vista a la gente
pasar.
Una joven va apurada con su valija, seguramente desde el bar
alguien observa su rápido caminar. Toma la escalera mecánica para meterse en la
tierra. Inmediatamente se convierte en una más y espera. El tren llega a la
estación y el sol está dulce. Una vez que el monstruo de metal sale hacia la
superficie, los suaves rayos rozan su mejilla que da contra la ventanilla.
Cierra los ojos y escucha el ruido que hacen los remos contra el agua en el
gran canal de Versalles a 30 kilómetros de allí. Vuelve a ver a ese niño en
silla de ruedas tocar "el himno de la alegría" en su pequeño teclado
eléctrico con su abuela orgullosa al lado. Vuelve a ver la inmensidad color
verde, a su novio recostado a su lado y a respirar aires de plenitud. Piensa
que en unos minutos cuando ya no esté aquí, le gustaría escribir algo sobre sus
días en París. No sabe si acompañarlos con algo de historia (en París hubo
reyes hasta 1972 y uno en particular, Luis XIV agotado de la vida agitada del
centro de París, decidió mudarse a la ciudad de Versalles y construir un gran palacio con inmensos
jardines al estilo francés, hoy abiertos al público y que años antes, en 1919, fueron
el escenario de la paz: allí se firmó el tratado de Versalles que puso fin a la
Primera Guerra Mundial) o tal vez no. Mejor sólo contar sus vivencias. Aunque
de una u otra manera, de lo que está segura es que quiere escribir sobre sus
días allí para no olvidarlos jamás.
De repente, a tan sólo tres estaciones del aeropuerto, un mal
pensamiento atraviesa los bellos recuerdos. Un sudor frío le corre por la
espalda y el escalofrío se le escurre en el resto del cuerpo. Sus días de
ensueño -en los que toca el piano con el niño, mira por horas la Torre Eiffel, compra
comida en los mercados, juega a vivir en una buhardilla, a ir a una fiesta de
artistas, a esperar a su amado en el lugar más romántico del mundo- parecen
haber quedado atrás. Esa misma ciudad que la había dejado pasear por sus
calles, poner un candado en sus puentes, quedarse atónita frente a la esfinge
de metal ahora la convierte en una prisionera. Lo único que necesita para salir
de allí y seguir con su viaje es lo que ha olvidado. Lo único indispensable que
necesitaba llevar es lo que no está en su valija: el pasaporte.
El sudor pronto se transforma en angustia. Para tratar de no
entrar en pánico, la joven piensa. Podría haber recordado un ensayo sobre la
Torre Eiffel del filósofo francés Roland Barthes que dice algo así como que la
torre es amistosa e inútil y eso es lo que la hace mágica. Ella sabe que la Torre
(con mayúsculas) no fue construida con un sentido histórico, ni artístico y sin
embargo tanto tiempo soñó con conocerla. Al verla por primera vez sintió la
satisfacción de que algo soñado podía ser real. Algo que -podría llegar a
suponer- no le pasa sólo a ella, sino también a los más de seis millones de turistas
que van cada año, convirtiéndola así en el monumento más visitado en todo el
mundo.
Sin embargo, piensa en el pasaporte olvidado en la valija de su
novio que hace tres horas partió en tren a Alemania. Se pregunta cómo pudo
haber sido tan necia y despistada por no usar palabras más fuertes. Podría
haberse puesto a pensar en su primera impresión al llegar a la ciudad: se asemejaba
a una especie de obra de arte viviente con una belleza tan surrealista que rozaba
lo artificial. Una idea que con el paso de los minutos al caminar sus calles se
fue diluyendo como los canales del río Sena. París te absorbe y ya no te deja
pensar. París inspira: muchos le sacan fotos, otros hacen películas y algunos hasta
escriben libros. Cada uno busca la manera de volverla eterna.
"Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose
llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de
clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose
en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas,
los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el
Cielo". (Rayuela, Julio Cortázar, 1963)
"París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que
ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos
vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo
fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre
algo a trueque de lo que allí dejaba". (Ernest Hemingway -1964)
"A veces me pregunto si alguien podría crear una pintura, una
sinfonía o una escultura capaz de rivalizar con esta ciudad. No se puede.
Porque cada vuelta, cada calle, boulevard posee una forma de arte particular".
(Medianoche en París, Woody Allen, 2011)
En el tren una joven francesa la ve sufrir. Le pregunta por qué
llora. Ella le explica que debía encontrarse con su novio en Alemania, que no
tiene manera de comunicarse con él y que ahora perderá su vuelo; que no sabe
qué hacer. La francesa la tranquiliza, le dice que no se haga problema que
dentro de la Unión Europea no es necesario el pasaporte para ir de un país a
otro. La explicación tiene sentido y logra calmarla. A esta altura, el tren
llega al aeropuerto. Allí ella imprime el billete de avión en una máquina
expendedora y nadie le pide el pasaporte. Logra subirse a su avión que va
dejando París a lo lejos. La joven aprovecha el vuelo para escribir: escribe sobre
los momentos de angustia.
Al reencontrarse con su novio termina riéndose de lo sucedido. A
la distancia, por celular, le cuenta a sus amigas sobre el olvido. Una de
ellas le dice que no se culpe, que no sea tan dura, que esas cosas pasan.
Pasan cuando uno se enamora... de una gran
ciudad...
1 comentarios:
Le llaman acto fallido no?
Tanto bromeamos sobre mudarnos a Paris que tu bello cerebrito encontró la forma de hacerlo realidad.
Ja ja igual la realidad te pego y Paris quedo solo en el recuerdo
Que es el mejor lugar donde ponemos lo que amamos
Má.
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