martes, 29 de octubre de 2013


Una ventana de rejas color manteca con un cartel: “Clases de piano”.
Solía ver esa ventana y leer ese cartel, casi todos los días, porque vivía a tres cuadras de aquel chalet. Hasta que una tarde, mientras iba caminando con Simona, me decidí a golpear la puerta. Lejos de hacerme un escándalo por ir con mi canina, nos hizo pasar a su comedor: allí estaban dos de sus pianos de cola –el cartel no mentía- en medio de la sala, enfrentados. Uno tenía dueño. Lo estaba tocando un alumno de ella con delicadez y concentración.
Ella es Mabel, la profesora: una mujer de más de 70 años, con rulos electrizados y una energía contagiosa. Con un tono amable, me ofreció un café. Yo, por cortesía, lo acepté (no suelo tomar ese líquido negro). Me contó que la primera clase era de prueba, que ella ya se daba cuenta por mirar a la persona si iba a ser talentosa con el instrumento y que tocar el piano era como tocar el mundo. Yo me di cuenta que tocar el piano, en realidad, era su mundo. O tal vez, eso me daría cuenta después.
A la semana siguiente, en el horario pautado, volví. Ella no me dio ninguna partitura, me dijo que la música se siente, que no debo encerrarme en ninguna corchea. Entonces ella se sentaba al piano y movía sus dedos como si no fueran dedos. “El sonido te envuelve”, me decía. Y me hacía observar sus movimientos para copiarlos luego. Cuando fue mi turno, me di cuenta que era imposible hacer lo que ella hacía. Ella volaba y yo apenas aleteaba. Pero me animaba de tal manera que me hacía sentir la mejor pianista sobre la faz de la tierra.
Pasaron varios miércoles por la tarde de seis a siete. Hasta que unos meses después, fui a su ventana con una decisión. Ella me abrió la puerta.  Le dije que hoy no quería tocar el piano, que quería hablar. Ella me preparó un café que me sirvió en una pequeña vasija de barro y me preguntó qué me pasaba. Le dije que quería entregarme al piano, pero que no me daba el tiempo, que iba a dejar las clases.
Ella me dijo que eso no era una excusa, que podía ver pentagramas en los cables de las calles, que cuando saltara una baldosa pensara en las notas y que imaginara los ritmos en mi mente. Pero yo le dije que no sabía si iba a poder hacer eso. Entonces ella se quedó en silencio. Luego me pidió que apoyara las manos en la mesa, en posición como para tocar el piano.
En voz alta, empezó:
Do, Mi, Sol, La, Re.
Y mis manos, poco a poco, comenzaron a moverse solas. Cada dedo reaccionaba con la nota que le correspondía. No miento: una fuerza sobre natural los prestidigitaba.
¿Ves?, me increpó ella: Eso es memoria muscular. No necesitás tener un piano en tu casa.
Y era cierto. Finalmente, terminé varios años yendo a sus clases. Después el tiempo  y las ocupaciones me alejaron meses de su ventana.
Pero hoy algo me hizo volver. Quería saludarla. Sabía que había estado con problemas de salud. Toqué la puerta y no fue ella quien me abrió. Fue una chica, a quien le expliqué que venía a ver a Mabel y me dejó pasar. Cuando entré, el comedor estaba vacío, con sus pianos de cola en silencio.  Mabel se encontraba en su habitación. Me acerqué hasta la puerta y me miró. Traté de disimular la sorpresa que me generó verla con un andador. Sus manos le temblaban y tenía menos pelo. Nos abrazamos y me dijo que vayamos para la sala. Estuvimos sentadas a la mesa, hablamos poco, nos tomamos de las manos y lloramos. Varías veces me dijo qué lindo que hayas venido. Nunca supe si realmente me había reconocido. Creo que tuvo sus momentos. La mujer que la cuida me dijo que había días mejores y peores.
Al rato, me fui y dejé la ventana atrás. Mientras caminaba, una idea no paraba de darme
vueltas en la cabeza: quiero recordarla para siempre como la gran maestra y amiga que me hizo tocar un piano mágico en una mesa de madera.  
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