Esto no
es Buenos Aires, ni su centro. No hay obelisco, ni avenidas, ni subtes, ni
negocios de comidas rápidas; tampoco hay cinco millones de personas yendo y
viniendo de sus trabajos. Esto es la provincia de Santa Fe. Una ruta a 70
kilómetros de su ciudad capital. El pavimento es gris y tiene una línea
amarilla divisoria. A los costados hay campo: pastos hasta el horizonte. La
ruta llega a su fin –como la civilización- y el asfalto ahora es polvo. Luego
de diez minutos de ripio, hay un cruce de vías, muerto. Cuando uno menos lo
espera, llegó. Llegamos. Esto es Berreta: un pueblo fantasma donde conviven
doce personas y una cancha de fútbol.
***
En el
suelo del comedor de la casa de Dante Gasparini era habitual que haya pelos.
Mechones rubios, morochos, lacios o con rulos, daba igual. Al haber sido el
peluquero del pueblo, la mayoría de las cabezas de los vecinos habían pasado
por sus manos. Mientras Dante cortaba las puntas, los días en Berreta eran
agitados -o no- eran días en un pueblo de campo. Al pasar el tren por la
estación, una señora llevaba una carta al correo, otra iba a denunciar el robo
de un ternero a la comisaría y un peón le entregaba parte de su cosecha a la
Cooperativa de Granos de Berreta. Según cuenta la nuera de Dante, Liliana
Gasparini, desde el comedor de su casa, el pueblo llegó a tener 500 pobladores
en sus épocas doradas.
***
El sol
pega como un látigo violento. Caminar por las calles de Berreta –todas de
tierra- se parece a formar parte de una película ambientada en el lejano oeste.
Sólo falta que el viento haga rodar un cardo. Los vecinos no están en la
vereda, tampoco hay vereda. Todo es pasto. Más tarde sabré que si bien los
pobladores se conocen entre sí, pueden pasar días sin verse o saludarse. Son
cuatro familias que no están emparentadas: dos parejas mayores, una mujer que
vive sola y un matrimonio con cuatro hijos y un abuelo. Las casas no están una
pegada a la otra. Hay hasta tres cuadras de distancia. La vegetación es muy
tupida y eso impide ver a largas distancias. Sobre lo que sería la calle
principal – también es de tierra y la vegetación la invade- en pie hay restos
de construcciones. Una de ellas, a principios de los años 20, funcionó como una
estación de trenes, donde hoy quedan los cimientos, las ventanas rotas, restos
de ropa y de comida como si alguien hubiera vivido allí, además de las ratas.
Frente a ella hay una edificación amarilla de cemento que perteneció al correo
y otra a la comisaría. Ambas estás deshabitadas y exhiben una gruesa costra de
polvo. Todo es silencio, salvo por el canto de los pájaros. Aunque hace 29 años
que todos los sábados, por unos minutos, el pueblo cambia.
***
A
trescientos metros, cruzando las vías, hay un casco de estancia. Una casa
exultante y arcaica de color rosa viejo. Dentro, vive una pareja que ronda los
60 años, pero parecen más jóvenes. Hace diez años que Daniel Bertoluci y su
mujer Claudia Adorante pasan los días en esta casona con muebles de campo.
Cansados de la vida de la ciudad, decidieron mudarse a Berreta, el pueblo de
pocos pobladores y una cancha de fútbol.
— Este
lugar yo no lo conocía. Vine y me gustó. Compré el campo y la estancia –dice
Daniel en la cocina de su casa, mientras de fondo se escucha el canto de los
pájaros. Es ingeniero agrónomo, tiene 66 años y una camioneta 4x4. Su barba es
corta –al igual que su pelo- y tiene un corte al estilo candado. El bronceado
de su piel es de color chocolate. Se dedica al campo y a criar toros de
exposición. Llegó a Berreta cuando había 60 personas.
—La
ciudad para mí ya fue, no tengo ni computadora. En Rosario –la ciudad más
importante de Santa Fe- no aguanto ni manejar –se justifica. Por eso vive acá,
en este pueblo donde no hay ni un negocio para comprarse un agua mineral o un
rollo de papel higiénico. Un pueblo donde no hay servicios: la basura se quema
porque no hay recolección, la luz se carga a través de una tarjeta como si
fuera un celular prepago, el agua es de pozo, no llega el cartero y ni pensar
en el servicio de barrido y limpieza porque todas las calles son de tierra.
Aunque cada sábado del año, todo eso parece quedar en el olvido.
— ¿Cómo
son tus días acá?
— Me
levanto temprano, preparo las gallinas y los patos. Les doy de comer. Hoy
limpié mis zapatos, ordené la casa y me hice unos mates. A la tarde vamos al
pueblo a comprar porque acá no hay nada o vamos al médico –responde Claudia
mientras acaricia a su gato. Con “el pueblo” se refiere a Correa, el pequeño
centro urbano más inmediato que si tiene centro comercial, asfalto y hospital.
Queda a 15 minutos de Berreta por un camino de tierra que termina en la ruta
nacional 9 que une Rosario con Córdoba.
***
Dante fue
uno de los primeros alumnos del colegio. Cuando era niño –antes de que su casa
fuera la peluquería del pueblo- caminaba tres kilómetros para ir a estudiar.
—Le
encantaba ir. Jugaba a las bolitas. Cuando él estudiaba, llegó a haber 156
alumnos –cuenta Lili.
***
En
Berretta no hay hospitales, ni bomberos, ni bares, ni museos. Pero hay una
escuela primaria. Está pegada a la casa de Daniel y Claudia. Es un edificio de
dos pisos, de estilo inglés, del ancho de media cuadra. Un edificio recién
pintado que no parece pertenecer a este pueblo fantasma. Es una edificación que
da para que estudien 200 chicos, pero –en cambio- estudian menos. Estudian los
que hay, los hijos de peones de los campos linderos y de la única familia que
tiene niños en Berretta. Son siete. En total, la escuela tiene siete alumnos.
Es sábado
y Claudia Petterini está baldeando el patio del colegio, mientras su marido
Ricardo con un manojo de llaves en la mano trata de descifrar cuál es la que
puede destrabar la puerta de uno de los baños. Desde marzo del 2012, Claudia es
la directora de la escuela 248 de Berretta, pero es muchas otras cosas más. Se
encarga de la limpieza, de dar clases, de preparar la merienda o el desayuno y
de las cuestiones administrativas.
—Vinimos
hoy sábado porque se nos trabó el candado de un baño. Él es mi ayudante, mi
compañero leal y fiel. Si no estamos así presentes, no hay manos que aporten.
Ahora tendríamos que cortar el pasto con el tractorcito, pero tengo gente a
cenar, entonces tengo que volver temprano a casa–cuenta Claudia con el secador
de piso en la mano.
Ella
nació en Correa, pero ahora vive en Cañada de Gómez y todos los días maneja 30
kilómetros de ida y 30 de vuelta en su Ford Falcón rojo para ir a trabajar a la
escuela.
Claudia
llama a las familias, que vienen a estudiar acá, golondrinas. A principio de
año eran nueve alumnos -cuatro en primaria y tres en preescolar- pero dos ya se
fueron.
—Esto no
sucede con los hijos de los propietarios. Hace años que emigraron a la ciudad y
acá en el campo sólo quedan los hijos de los que trabajan sus tierras.
Aunque
todos los sábados la ecuación se invierte: la población de Berretta se triplica.
***
— ¿Por
qué se llama Berreta el pueblo?
— El
pueblo se conoce como Berreta porque el campo donde se hace la estación era de
un tal Berreta Moreno con dos T, pero lo fundó María Luisa Correa –cuenta
Daniel- Lo primero de todo fue la
estación, la comisaría y el correo. Después vino María Luisa a vivir. Heredó
muchos terrenos de su padre, Pedro Correa, en uno de ellos se hace la casa. El
resto los dona para hacer una capilla y esta escuela en 1925. Le pone Felipe
Timoteo Correa, en honor a su hermano. Ella, para mí, quería hacer una especie
de lugar selecto porque Correa ya se había fundado antes, en 1875.
Ahora en
lo que fue el casco de estancia de María Luisa vive Daniel. De una de las paredes cuelga un plano
antiguo de Berretta. Allí hay dibujadas más de veinte manzanas que incluyen una
plaza principal, un cementerio, una municipalidad, un juzgado de paz, una
escuela, un correo y hasta un almacén de Ramos Generales. Hoy, de eso, se sabe
que algunas ideas se concretaron y otras no. Hoy, de eso, no queda nada o mejor
dicho, queda poco. Hoy, parte de eso, todos los sábados revive.
***
En el
patio del club sonaba un chamamé. Las mujeres con sus vestidos largos
chasqueaban sus dedos. Los hombres enfrentados a ellas zapateaban al ritmo de
la música. Dentro del salón la melodía resonaba. Entre las mesas pasaban niños,
hombres y mujeres, todos vecinos de Berretta. Cuando la noche se adentraba,
empezaba la timba. Si bien había policía y juzgado de paz, el juego clandestino
no era de faltar.
Además de
lo ilegal, había bochas, pista de baile, bar, carrera de caballos y hasta una
cancha de fútbol, que como aún no había llegado la electricidad, la iluminaban
con faroles a querosene. Así solían ser los días en el Sportivo Berretta, el
club del pueblo, creado hace 85 años, en 1928, tres años después que la
escuela. Tenía personería jurídica, estatuto, socios. Era ese lugar que estaba
abierto para pasar las tardes, que entregaba carnets
de afiliación y que tenía un equipo de fútbol propio. Dante era socio y
jugador. Participaba de torneos rurales que se jugaban entre pueblos. Una
historiadora del Archivo Histórico de Correa explicó en una nota publicada en
el diario La Capital de Rosario que en 1937 sucedió algo que empezó a marcar el
rumbo del pueblo. Se construyó la
ruta nacional 9, esa que une Rosario con Córdoba. Nunca pasó por Berretta,
quedó a 15 kilómetros, pero sí atravesó los pueblos aledaños de Correa y Cañada
de Gómez.
Años más
tarde, en 1966, Dante seguía jugando, pero ya había terminado la escuela, ya se
había transformado en el peluquero del pueblo, se había casado y hasta había
tenido dos hijos. Un día de ese año, se convocó a los vecinos de Berretta a una
votación: debían elegir entre la luz eléctrica o convertir en ruta nacional uno
de los caminos de tierra que atravesaba el pueblo y llegaba hasta Cañada de
Gómez o Casilda, otros centros rurales cercanos. Se decidieron por la luz.
Luego pasaron los años y el pueblo seguió dedicándose, en su mayoría, al campo.
Había años de buenas y malas cosechas. 1989 fue malo –verdaderamente malo- para
la Cooperativa de Granos de Berretta y para Dante. Parte de la cosecha de la
familia se la vendían a la Cooperativa. Pero ese año quebró y se quedaron sin
nada y acá –y antes- es cuando empieza la decadencia.
—Con la
quiebra no recuperamos nada. Nos quedamos sin nada. Mi suegro, siempre muy
generoso, dijo que había que reducir gastos. Entonces nos mudamos todos juntos
a su casa en Berretta. Mi marido empezó a salir de nuevo con las maquinas y yo
empecé a trabajar con la condesa –aclara Lili.
A unas
cinco cuadras de la estación de trenes, frente a la casa de Dante, hay 1000
hectáreas, con un lago incluido. En medio de esas tierras, emerge una casona
rosa que poco puede apreciarse desde lejos porque la abrazan palmeras y
arbustos. Allí vive la condesa, una mujer que se ha vuelto una especie de
leyenda en Berretta. Se llama Joana Laporte, tiene 90 años, es viuda, no tiene
hijos, vive sola, es holandesa, cada tanto viaja al exterior, maneja, viste una
camisa blanca y un pantalón de corderoy amarillo –sea verano o invierno-, no
recibe visitas, no habla con nadie, tiene ama de llaves, dos tranqueras –una
eléctrica- y se caracteriza por echar de mala manera a la personas que quieren
acercarse a ella. Pero esto es hoy. Hace 24 años, Lili, por recomendación de
Dante, comenzó a trabajar para ella y su marido, el Conde Strium de Limburgo, un hombre de la
realeza holandesa que tenía tierras aquí y en Buenos Aires.
—Ellos
vivían en una casona donde podrían vivir seis o siete familias enteras. Tenían
escritorio, comedor con piano, cocina con ventanita para pasar la comida a la
sala. Un televisor que no usaban, un laboratorio porque él era bioquímico y una
biblioteca de 7000 libros –cuenta Lili junto con una anécdota que parece
fascinarle. Un día el Conde, que cuando estaba dentro de su casa vestía una
túnica blanca, la llamó - como solía hacerlo- con el sonar de una
campana. Le pidió que al día siguiente fuera más temprano a trabajar porque le
quería encargar una tarea especial. Bueno señor, le dijo ella. A la otra
mañana, le llevó el té hecho con agua mineral como le gustaba tomarlo -aunque
por pedido de la condesa se lo terminaba haciendo con agua de la canilla- y
escuchó el encargo: el Conde le pidió que lo ayudara a limpiar los 7000 libros.
Ella le iba pasando uno por uno para que él le esparciera un polvito, mientras
le contaba historias. Al segundo día, cuando él estaba sobre una antigua
escalera de biblioteca con Lili debajo, la Condesa los vio y empezó a gritar.
Bueno Lili, la señora tener su día malo y dice que usted no puede estar acá
teniendo el libro, le dijo él.
—Claro,
ella quiso decir que no me iba a pagar por sostener un libro. Me tuve que ir
corriendo a limpiar a otro lado.
Al morir
el Conde, la Condesa se puso más agresiva. Luego de doce años de trabajo,
Lili renunció. A esta altura, Dante
y su mujer por la dificultad económica de sostener la vida de campo, ya se
habían mudado a Correa para dejarles la casa a su hijo, su mujer Lili y sus
nietos. Dante se puso una peluquería en Correa y como él, varios pobladores de
Berretta le siguieron los pasos. El
tren de pasajeros dejó de pasar primero y sucedió lo mismo con el de carga.
Los vecinos no se ponen de acuerdo en la época. Según una nota del diario la
Capital de Rosario, el primero dejó de pasar en 1970 y el cerealero en los 90. Entonces la gente se fue yendo a estos
pagos y Lili, al dejar su trabajo
con la Condesa hace tres años, también se mudó a Correa junto a su familia.
Lili es la que cuenta la historia de Dante y su familia este hombre, a quien
todos recuerdan como un ser apasionado por Berretta y muy conocedor de su
pasado, falleció por su avanzada edad el año pasado.
***
Karina
Piriz, junto a su marido, un padre adoptivo y cuatro hijos -dos varones de 21 y
18 años y dos niñas de 9 y 6-, vive dentro del Sportivo Berretta o lo que queda
de él. Hace 25 años, tanto Daniel como Lili dicen que en el club se podía
comprar yerba, azúcar o cualquier otro producto de primera necesidad. Hoy ya
no. No hay comisión directiva, la pista de baile se parece a un corral de
cabras y gallinas y el salón principal está siendo devorado por la humedad. Esa
boca grande está a punto de masticar la barra antigua del club que arriba tiene
objetos y son variados: muñecos, souvenirs de cumpleaños, botellas vacías,
desinfectantes y trofeos altos, bajos y medianos. Algunos tienen dos listones
que arriba sostienen figuras masculinas fundidas en plástico dorado que corren
quietos. Detrás hay vidrios que en algún momento formaron una vitrina orgullosa
de trofeos, que ahora está repleta de polvo. Sobre las paredes, además de los hongos,
hay fotos viejas de equipos con camisetas verdes y rojas, el póster de un bebé
de almanaque y otro con la cara de Rodrigo, el cuartetero cordobés. Una bandera
roja y negra con letras blancas dice “Club Sportivo Berretta” y está colgada en
la esquina opuesta al monstruo húmedo. En la sala, además de pilas de ropa, hay
una heladera repleta de bebidas frías, una televisión con direct tv y una
máquina que cuando gira sirve para hacer cemento.
— Elegimos este lugar por comodidad. Mi
marido trabajaba en los campos de acá y había que atender la cancha. Cuando
llegamos, la idea era encargarme de esto. Al principio no fue fácil.
Karina
tiene un sweater tejido color rosa viejo y el pelo morocho atado con una
gomita. Cuando habla suele fruncir su ceño y cerrar sus ojos achinados. Dice
que no se acostumbraba a vivir en Berretta, el pueblo de doce pobladores que
cuando ella llegó eran la mitad. Su marido, peón de campo, podía –y puede-
pasar días sin verla al trabajar lejos. Igual ella es una persona que parece
gustarle la soledad porque dice que la ciudad la aturde. Nació en Buenos Aires,
pero cuando era una niña, su padre médico rural, junto a su madre, se mudaron a
Santa Fe. Hoy ella tiene 49 años y al médico lo llama por celular.
— Acá te arreglás con lo que tenés.
Cuando llueve no podés salir del pueblo. Igual yo vivo preocupada por lo que
veo en la televisión. Uno vive desconfiado. Soy de preocuparme mucho. Hace un
año me agarró un ACV y no pude ocuparme más de la cancha. La doctora me dijo
que el ACV es parte por esos nervios que me hago.
Convengamos
que acá a nadie le importa nada. Acá Berretta no existe para nadie. La estación
era un lugar precioso, pero esta todo roto a piedrazos. Hace dos años, acá falleció una
persona que estuvo un mes muerto, hasta que lo vinieron a buscar.
— ¿Tu
semana cómo es?
—Tenés
que levantarte entre las cinco y las seis para prepararles la ropa a los
hombres que se van a trabajar. Hay días de fiaca en los que decís, no hago
nada. A veces me acuesto con los chicos a ver la tele o a dibujar. A la mañana
los llevo a la escuela, los voy a buscar, les preparo almuerzo, vienen
cansados. Si no están todo el día adentro. Primero por el sol o por si pasa
algo. Hace dos años había un hombre que no sabíamos quién era, después supimos que
era un hombre de Buenos Aires con Alzheimer.
— ¿Vos crees que hay que tener una
personalidad especial para vivir acá?
—Creo que
es más por la paz que uno quiere tener.
Karina
hace un año que dejó de encargarse de lo que queda del club por su enfermedad.
Ahora sólo se ocupa de tener bebidas frescas los sábados. A la derecha, hay una
casa vieja donde vive una pareja de ancianos, que en su momento funcionó como
un comercio de ramos generales. Hoy viven dos jubilados que se encargan del
campo y sus animales. A la izquierda del club el paisaje es otro y ahí es donde
todo cambia.
***
Todos los
sábados, desde hace 29 años, un grupo de hombres
–los hay en todas las edades y estilos- se reúnen alrededor de un rectángulo.
El paisaje, por fuera, es pasto, restos de casas con historia y un pueblo
fantasma de doce personas. Todo es tranquilidad, es campo. Pero dentro de las
líneas blancas la realidad es otra: los pastizales dejan de ser altos y se
transforman en un verde seco carcomido por la tierra con dos arcos blancos a
sus extremos. No les conmueve la alfombra sintética. Nada se compara con jugar
en medio de la nada y sentirse los reyes del mundo aunque sea unos minutos.
Vienen
entre 30 y 35 jugadores desde Correa en sus autos y camionetas. Otros se animan
a pedalear y ya llegar transpirados. Uno siempre arriba unos minutos más tarde
porque maneja 30 kilómetros en moto desde Cañada. Pero poco les importa; cada
sábado, incondicionales, abandonan sus obligaciones y hogares por el ritual.
Miguel
Volpe, un jugador de antaño, suele tomar una libreta, anota los nombres de los
que van llegando y los mezcla: los hombres siempre son los mismos, como sus
roces, por eso nunca forman los equipos iguales. Desde las dos de la
tarde bailan un triangular. Los pasos se repiten: veinte minutos por equipo,
perdedor queda en cancha para luego dar paso a la final, mientras, toman
cervezas o gatorades frías y después si hay ánimo, viene la charla con picada o
asado de por medio, sólo en ocasiones especiales. El ritual amistoso de un
grupo selecto. Se entra por recomendación.
—Yo
llegué acá por un conocido hace más de veinte años ya. Cobramos diez pesos y
eso lo guardamos porque después compramos la pelota y las pecheras, pagamos la
luz y cortamos el pasto. Hasta hicimos los vestuarios con las duchas –aclara
Miguel como parte del ritual amistoso de un grupo selecto autogestionado.
Hoy es
sábado y son menos. Son veinticuatro. Igual eso no impide empezar con la
ceremonia triangular que logra triplicar a los pobladores de Berretta. Nadie
del pueblo va a mirarlos, salvo los hijos de algunos jugadores y Karina que les
alcanzan las bebidas. El último equipo debe pedir el arquero prestado a los
rojos por falta de jugadores. Entonces me dejo meter goles, les contesta un
poco en chiste, un poco en serio.
Ya tienen
puestas sus camisetas, arranca el partido. Los hombres corren detrás de la
pelota, juegan duro, juegan fuerte, se putean, se golpean y se palmean. Uno
tira un córner, pega en el travesaño y es gol. Los de pechera roja les ganaron a los
grises, se los ve triunfantes, salen de la cancha y le dan paso a los otros,
los celestes. Uno de los rojos está lesionado, le volvió a agarrar “el”
calambre dice y se agarra la pierna. Igual eso no le impide terminar jugando la
final contra los grises. 2 a 1 ganaron los rojos. Hoy no hay asado, ni picada.
Cada uno se sube a su camioneta,
auto, moto o bicicleta. El ritual
está llegando a su fin, pero no importa. Por unas
horas, en Berretta deja de haber silencio en las calles, la pista de baile
vuelve a estar en carnaval y el tren sigue su rumbo con los pasajeros en alza.
Publicado en revista Don Julio