Karina tiene los ojos cerrados, está quieta y de pie.
Su cuerpo está tensionado. Tiene las manos cerradas y los hombros tiesos.
Igual, dice que está dispuesta a dejarse llevar. Alguien roza su brazo y le
gusta. No sabe quién es, pero es dulce. Al instante, siente otro roce. Esta vez
es en su mejilla derecha. Sospecha que se trata de un hombre más joven que ella
y que está nervioso: su mano está húmeda.
Karina lo único que ve es una imagen negra. Hace
fuerza para no abrir los párpados. En medio de un salón de un club de barrio,
rodeada por quince personas, el joven extraño la estremece entre sus brazos. Se
siente contenida.
Lo abraza más fuerte. Dice que le da confianza.
—Ahora los que tienen los ojos abiertos deben
esconderse en algún lugar de la sala para que sus compañeros, al abrirlos, los
reconozca con sólo una mirada –explica la maestra del taller, Victoria Lagos.
Karina abre los ojos. Ve cómo cada pareja se
reencuentra. Pero tarda un poco más en hallar a su compañero. Gira la cabeza y
allí está: inmóvil y con los ojos vidriosos. Mariano –más tarde Karina sabrá que
así se llama- le cruza la mirada y la reconoce. Es flaco, alto y de tez morena,
viste ropa deportiva y tiene 19 años. Se emocionan y abrazan. Es la primera vez
que Karina experimenta algo así, no al igual que Mariano que hace más de un año
que va cada sábado al lugar. El hace el ejercicio con quien sea. Ya conoce la
dinámica. Va porque, según dice, allí se siente libre. Sin importar “quién seas
o qué hayas hecho”.
—Ven que un cuerpo puede mucho más –explica con voz
dulce la profesora- El cuerpo carga con nuestra historia, con lo que se está
haciendo y con todo lo que puede ser.
Vicky, como le dicen sus alumnos, tiene 28 años, pelo
trigueño y cuerpo esbelto. Ella dice que le gusta denominar a este espacio como
el taller de los abrazos. Su verdadero nombre es algo más formal y aburrido -Taller
de Expresión Corporal para la Integración Social- y busca algo así como “construir una alternativa de ternura en medio de tanta violencia”.
La clase se da en un club en Marcos Paz, un partido
que marca el límite de la zona más urbanizada del oeste del Gran Buenos Aires,
Argentina, con un territorio rodeado de pastizales y campo. En este momento, la
profesora está en medio del salón, dando las instrucciones para este grupo de personas
bastante heterogéneas. Si bien la mayoría son jóvenes, como Mariano. Hay un
grupo de mujeres, al igual que Karina, que superan los treinta años y lo toman
de práctica para su carrera, Trabajo Social. El resto son chicos que tienen
alguna discapacidad o pasaron por situaciones de abuso, maltrato y hasta
privación de la libertad en institutos de menores.
Ese mismo día, por la mañana, Mariano se quedaba sin
trabajo. Hace un año que se encuentra en libertad. Desde entonces –y también
antes–, su vida es como un electrocardiograma. Así explica Vicky los vaivenes
que sufre su alumno día a día. Su maestra de expresión corporal lo conoció
cuando él estaba alojado en la Colonia Gutiérrez, una residencia socio educativa
de libertad restringida en Marcos Paz, al cual asisten los
chicos para concretar su egreso por buen comportamiento del sistema penal
juvenil. Desde ese entonces, lo acompañó en su camino. Se
convirtió en su referente y soporte.
II
A los dos días del taller, Mariano está tomando un
café con leche en un bar a dos cuadras de la estación de trenes de Moreno,
localidad al oeste de la provincia de Buenos Aires. No está solo, a su lado se
encuentra su sobrino, que tiene un par de años menos que él. Cuando Mariano
agarra la taza para llevarse un sorbo a la boca, hay algo entre su dedo pulgar
e índice que llama la atención. Es un tatuaje de varios puntos. Están
posicionados como si fuera un cinco de la cara de un dado.
Se trata de un tatuaje tumbero. Se lo hizo en
cautiverio con tinta china y agujas. Ese símbolo, muy popular en el lenguaje de
la cárcel, suele representar el odio a la policía. El punto
central hace referencia al “delincuente” y los cuatro restantes a los oficiales
que lo rodean y no lo dejan escapar.
Hace años que Mariano tiene esa imagen, una de las principales razones por las cuales más le cuesta conseguir
trabajo desde que salió en libertad. Por eso, a veces, se presenta a las
entrevistas laborales con muñequeras o guantes. No como le ocurrió hace quince
días atrás:
—Ah, pero vos sos tumbero –le dijo el encargado de una
fábrica de baldosas, al momento en que iba a estrecharle la mano.
—Si, y por lo que parece vos sos re ortiva. Ahora
¿sabes qué? El del medio sos vos –le contestó, estando algo fuera de sí y
señalándose la mano.
A pesar de esa charla, postuló para ese trabajo, donde
estuvo dos semanas hasta que lo echaron por reducción de personal. Por eso
ahora está desempleado.
El sol del mediodía entra por el ventanal del bar y le
ilumina su cabello negro, la cicatriz en su frente, sus ojos achinados y su
sonrisa. Mientras habla con su sobrino, sus encías sangran y sus dientes
desalineados se manchan de rojo. Por la estación de tren, pasa un grupo de diez
chicos con ropa deportiva, gorra y mochila. Caminan todos juntos, parecen
recién salir del colegio.
—Mirá a esos rateritos de mierda. Hacen cualquiera. Van
juntos de acá para allá. Ahora seguro le roban a una vieja y se van corriendo,
después meten todo en la mochila –le dice el sobrino a Mariano con tono de
crítica.
—Nosotros ya pasamos por esa –le replica Mariano entre
risas burlonas y voz de superioridad.
El rostro moreno de Mariano se parece al de un adulto.
Sus 19 años se multiplican a medida que hace algún gesto. La primera vez que
cayó preso por robo tenía 8 años. Estuvo detenido en el Instituto Borchez de Otamendi, un centro
cerrado donde asisten niños de entre 8 y 12 años que cometieron delitos, del
cual pudo escaparse.
A lo largo de los años –hasta cumplir 10– siguió
cayendo y huyendo. Pero antes de eso, se cansó de los malos tratos, golpes y
gritos de su hermano mayor Víctor, quien lo crió desde los 3 años, y se escapó
de su casa. Encima su padre era “un mal ejemplo”. Se la pasaba robando,
entonces no querían que pase tiempo con él.
Mariano compartió varios años de su infancia con
Víctor, pero después se fue a vivir a la calle. Sus días cambiaron: pedía
monedas en la Plaza
de la República ,
la del Obelisco, una de las más transitadas de la Ciudad de Buenos
Aires. Recuerda que el primer día de esa nueva forma de vida, Nicolás –un chico
de su misma edad– intentó robarle la campera.
—Ey, ¿qué te pasa? –le dijo Mariano al niño.
—Dame la campera, dame la campera –le forcejeó el
pequeño.
—Pero es lo único que tengo –le contestó Mariano con
congoja. No aguantó y se puso a llorar.
Nicolás en vez de salir corriendo, lo calmó, escuchó
su historia y lloró con él. Desde ese día, se hicieron grandes amigos y jamás
se separaron, salvo por algunos períodos de tiempo y un final trágico. Mientras
tanto, comenzaron a rastrear: robar juntos elementos personales de poco valor,
como billeteras a turistas. A los pocos meses, la banda se agrandó. Se sumó
Rodrigo, un chico que pedía monedas para consumir pegamento en la estación de
trenes de Constitución, una de las centrales de la Ciudad.
El nuevo integrante vivía en Ciudad Oculta –uno de los
barrios más pobres de la
Ciudad conocido como la “capital mundial del paco”, droga
hecha con los desechos de la cocaína– donde Mariano y Nicolás se instalaron con
él.
En el bar, el sol sigue entrando por la ventana, pero
con menor intensidad.
— ¿Te gusta cómo estás ahora? –le pregunta el sobrino.
—No sé –responde Mariano- Siento como que me adapté. Me
rescato de las cosas que aprendí allá en la cárcel. A veces me quiero re matar
porque me quiero mandar alguna. Siento que mi cuerpo está acá, pero mi mente,
allá adentro.
III
A los 10 años, Mariano volvió con su hermano y se
encontró una gran sorpresa. Su madre, que cuando él se escapó de su casa estaba
presa, ahora se encontraba en libertad. Hacía años que ella lo estaba buscando,
pero no podía dar con su paradero. Al reencontrarse, él decidió irse a vivir
con ella y retomar la escuela; aunque se escapaba de vez en cuando. En ese
entonces tenía prohibido verlo a Nico. Con el paso de los días, había perdido
contacto con él. Hasta que una vez su hermano mayor golpeó a su madre y Mariano
–que ya tenía 12– trató de defenderla. Terminó fuera de sí. A los tiros. Su
madre lo echó, le dijo algo así como “andate y devolveme el fierro”, en
referencia a su arma. Él le hizo caso.
Al tiempo se cruzó con su padre, quien le pegó. Le
pegó por ser rastrero. Mariano explica que para su padre el mejor hijo era
aquel que se dedicara a robar. Pero robar “bien”. Así es como le propuso a
Mariano acompañarlo a robar casas con él para que aprendiera.
Después de ir tres veces, su hijo ya se animó a
empezar a ir solo. En uno de esos robos, la policía lo detuvo y terminó en el
Instituto de Menores San Martín, donde van los chicos que comenten delitos en
Ciudad de Buenos Aires y tienen entre 12 y 16 años. Allí Mariano no estuvo
solo. Se reencontró con un viaje amigo: Nico. Desde ese momento, no volvieron a
separarse, salvo por algunos períodos de tiempo y ese final trágico. La vida de
ambos se transformó en una especie de ruleta rusa con cuatro casilleros:
cumplir condena, robar, caer de nuevo y escapar. Cumplir condena, robar, caer
de nuevo y escapar. Así, por varios años más.
Una de las veces que estaban en libertad, a la banda
de Nico, Rodrigo y Mariano, se le sumó Peca, quien –según Mariano– era muy maldito. Para él, maldito significa
ser bien malo y dedicarse a robar, pegar, maltratar, amenazar, pero sobre todo,
matar.
A los 14 años, Mariano y sus amigos fueron a robar a
un supermercado chino, y desde ese día nada volvió a ser igual. De los cuatro,
volvieron tres. Mariano después de este episodio se sintió culpable. Siguió
robando con sus amigos, cayendo preso y saliendo del Instituto San Martín. Terminó
en una comunidad terapéutica, hasta que volvió con su madre a Moreno. Con 15
años, se la llevó a vivir a una casa que alquilaba, lejos de su hermano. Su
madre, según cuenta Mariano, por fumar muchos – pero muchos– atados de cigarrillos por día sufría de un
enfisema pulmonar. Dos meses después de vivir juntos, ella tuvo una
descompensación y terminó internada. A
los pocos días, se enteraría que había muerto.
IV
Mariano es ansioso y eso lo vuelve –la mayoría de las
veces– puntual. Hoy es sábado y otra clase comienza a las tres de la tarde. El
viaje desde el lugar donde él vive ahora –Moreno– hasta el club de Marcos Paz
le demanda una hora de viaje en tren y colectivo.
La puerta de chapa con pintura blanca descascarada y
sin picaporte no abre. Vicky pone la llave en la cerradura, la gira dos veces,
hace presión para adelante y atrás, pero no puede abrirla. Cuando llega
Mariano, a las tres en punto, intenta presionar con más fuerza, y nada. Los
otros alumnos ayudan, pero no logran ganarle al cerrojo. Pasa el tiempo y los
chicos se acumulan en la entrada del Club, mientras el frío de junio en la
provincia de Buenos Aires no ayuda.
— ¿Por qué no vamos a la plaza a hacer el taller?
–propone una de las chicas, en referencia a la plaza San Martín de Marcos Paz,
la principal del partido que queda a tres cuadras del Club. Vicky acepta.
Cuando todos llegan al pasto, ella propone sentarse en ronda. En el círculo hay
siete chicas que provienen de un hogar de niñas víctimas de abuso sexual –tres
ya egresadas–, tres chicos de la
Colonia Gutiérrez , tres estudiantes de Trabajo Social –entre
ellas Karina-, Mariano y Vicky. También hay dos perros que dan vueltas.
—Bueno chicos, hoy vamos a cerrar los ojos y agarrarnos
de las manos de nuestros compañeros. Siéntanlas, masajéenlas. Sientan cada
hueso, articulación. Apriétenla un poquito, sin hacer doler, y suéltenlas.
Demuestren que están ahí –explica Vicky.
Dos chicos provenientes de la Colonia se levantaron.
Prefirieron dejar de hacer lo que estaban haciendo y se fueron para un costado.
Se quedaron como meros espectadores mirando a ese redondel de personas con ojos
cerrados y tomadas de las manos, a los perros que olían y empujaban con sus hocicos
las manos de los chicos en busca de alguna caricia y a un grupo de bomberos
voluntarios, a unos metros de la ronda, haciendo cuerpo a tierra a modo de
práctica para su vocación. En eso, la voz de Vicky interrumpe el paneo:
—Ahora quiero que toquen el pasto con la mano bien
abierta. En uno de los centros de régimen cerrado donde soy
voluntaria, se me ocurrió llevar flores para sentir el roce de los pétalos en
la piel y las sensaciones que despiertan. Pero me dijeron con tristeza que
desde hace mucho tiempo está prohibido el ingreso de flores o vegetales. Sin
embargo, pude realizar el trabajo durante media hora con una de las chicas del
Inchausti (un centro de adolescentes mujeres en conflicto con la ley penal en
Ciudad de Buenos Aires) y fue maravilloso. Hacía un año y medio que no olía, ni
sentía una flor en su cuerpo. Allí todo es
cemento. Por eso, quiero que sientan la tierra, la energía de la naturaleza y
valoren esto que están haciendo ahora.
Al finalizar el encuentro, Victoria propone que sus alumnos compartan lo
que sintieron al seguir sus consignas. Ellos cuenta que “sintieron confianza en
un extraño”, que “lograron romper las barreras de ciertos prejuicios que tenían
con una persona sólo por la manera en que se vestía” y que “lograron bailar con
un joven cuando hacía años que no podían tocar a un hombre por las malas
experiencias vividas”.
V
Luego de la muerte de su madre, la ruleta rusa de la
vida de Mariano comenzó a girar nuevamente, pero esta vez sin su amigo Nico. Después
de reencontrarse, se pelearon. Entonces Mariano se fue a la ciudad costera de
Mar del Plata un par de meses y al volver cometió más robos. Cada vez más
violentos. De muchos se acuerda instantes debido al alto nivel de
estupefacientes con los que cargaba en su organismo. Hasta que hubo una vez que
al robar una camioneta de alta gama con sus compañeros, mientras escapaba de la
policía, dio un trompo que los dejó dados vuelta. Él logró salir del automóvil
y arrastrarse. A las dos cuadras, su cuerpo dijo basta.
La policía lo capturó. Lo llevó a una comisaría de
Belgrano, un barrio de clase alta de la Ciudad , donde le hicieron varios cortes con un
abrecartas en las plantas de los pies. Sufrió. Lo metieron en una celda con
otros presos y lo dejaron varios días. Cada tanto los mojaban con agua fría.
Luego dice que lo llevaron al hospital, donde pasó meses recuperándose y le
siguieron tres años preso en tres institutos de menores diferentes y una
residencia semi abierta.
Mariano cumplió tres
años en cautiverio y está a la espera de su juicio. Pasó dos años en el
Instituto de Menores Roca para chicos de 16 a 17 años, donde solía
pelearse con varios del pabellón, por eso estuvo meses encerrado solo en una
celda sin poder hablar con nadie, ni hacer ninguna actividad extra. Después lo
trasladaron al Belgrano para adolescentes de 17 a 18 años y a una
colonia semi abierta en Marcos Paz, donde conoció a Vicky. Luego quedó en
libertad asistida y dice que pasó por un programa de hoteles que brinda el
Estado nacional para chicos que recién salen de estar en cautiverio y no pueden
volver con sus familias. Pero como renunció al trabajo que le habían ofrecido,
donde le pagaban menos de cien dólares al mes, lo echaron del lugar. Desde ese
momento, empezó una gira por distintas casas, hasta llegar adonde vive ahora,
en Moreno con su primo. En ese ínterin, se fue enterando noticias de sus
amigos, como que Rodrigo murió en un robo y del destino de Nicolás. De él, a
Mariano ahora sólo le queda la
N tatuada en el cuello. “Nico” terminó muriendo a los golpes
en un penal de Marcos Paz, mientras peleaba con otro preso.
VI
—Trabajo con cuerpos cuya existencia se ha regido a partir de experiencias
de violencia y maltrato. Una violencia y un maltrato que se vuelven la forma
habitual de relacionarse; pauta y condición para el encuentro con otro. Sin
embargo esta violencia, este maltrato, no nace ni muere en sus cuerpos, sino
que circula y se reproduce en todo el tejido social, alcanzando distintos
grados según el contexto y las vivencias que van marcando a los cuerpos, su
subjetividad.
Estos conceptos los escribió Victoria. Forman parte de un escrito que guía
su investigación de graduación de la Licenciatura en Expresión Corporal
del Instituto Universitario Nacional del
Arte (IUNA), una de las escuelas públicas especializadas en arte más
prestigiosas del país.
Este es el tercer año consecutivo que realiza esta
clase de talleres en los que, según ella, brinda un contexto amoroso para los jóvenes se den permiso a despojarse de tanto dolor, marcas, miedos y
resistencias, para abrirse a lo nuevo y ofrecer su danza. Aclara que no pasó
con todas las personas que transitaron su espacio, pero que con muchas de ellas
sí: “los ha sostenido la pertenencia a un grupo, a un lugar donde se sienten
apreciados, queridos, respetados, aceptados y donde sienten que confían en
ellos y que no se les exige nada a cambio”.
Sus primeras experiencias del taller fueron duras. Se
involucró mucho con dos chicos en particular con los cuales generó una relación
muy cercana. Un caso es el de Eve, una chica que sufrió abusos desde pequeña, y
el otro es el de Mariano, a quien conoció cuando él ya estaba en la Colonia
Gutiérrez. Una de las primeras imágenes
de Mariano que se le vienen a la mente es la de un chico medicado (introvertido
y ensimismado) en la esquina de un salón donde ella daba un taller. Al tiempo,
él le acercó una (carpeta) pequeña revista con escritos autobiográficos. Es que
mientras estaba privado de su libertad, había leído un libro de “Camilo
Blajaquis”, un chico que mientras estuvo preso, empezó a escribir poesía. A
partir de ese momento, hizo lo que nunca antes había hecho: dibujar y escribir.
El relata que eso lo ayudó a desahogarse y expresar lo que nunca antes le había
contado a nadie.
Una vez en libertad, ella fue un gran apoyo. Llegó a
hospedarlo en su casa –donde vive con sus padres- y en la de su novio; a
ayudarlo a conseguir trabajo y a dejar ciertos vicios. Eso no quiere decir,
aclara ella, que Mariano cada tanto no haya sufrido –sufra– altibajos.
Ahora Mariano asiste al taller todos los sábados,
desde hace más de un año. Se lo ve entusiasmado y cumple con las actividades.
VII
En una sala a oscuras, una luz se enciende y se vuelve
a apagar. Así varias veces, acompañada por el sonido de un piano y una
guitarra. Durante esos destellos de luminosidad, se distingue un joven de
perfil, en cuclillas, que mira hacia abajo y tiene las manos sobre la cabeza. Cada
vez que se prende la luz se ven distintas escenas. El chico está de espaldas.
Se saca la remera. Se revuelca en el suelo. Sufre. Se levanta. Se toca el
cuerpo. Vuelve a caer.
Este chico es Mariano y pareciera que baila su
historia, sus golpes, sus llantos. Al final del acto, él se para y mira al
público fijo a los ojos. Es una mirada de odio. Como si todos lo irritaran. La
luz y la música vuelven a apagarse y sólo se escuchan los aplausos. La sala del
IUNA está repleta. El acto formó parte de un examen para la Universidad que tenía
que presentar Victoria, en el cual se debía (presentar una obra que sea el
producto de una profunda afectación, algo que atravesara y desbordara el cuerpo
del coreógrafo y que valiese la pena hacerse público). Vicky decidió (proponerle
a Mariano elaborar una coreografía que brotara de su cuerpo y de su historia, y
sobre todo que lo alentara a “no entregarse nuevamente al sistema como “pibe
chorro” sino a demostrar y demostrarse que su cuerpo puede más que eso). Le
llevó meses de preparación. Hasta último momento ella pensó que él (quizás) no
iría, pero se equivocó: allí estaba. Ahora todo está filmado en un video que
tiene ella y que algún día piensa mostrarles a los chicos del “taller de los
abrazos”, al cual Karina sigue yendo. Ya va por su tercera visita. Ese día, Karina
debía elegir a alguien de entre todos los presentes para hacer el ejercicio del
espejo –en el cual una persona se para
frente a la otra y debe copiar sus movimientos – y lo eligió a Mariano.
Él extendió su brazo derecho desde su pecho hacia
fuera de su cuerpo y Karina lo copió. Se puso de cuclillas en el suelo, ella
hizo lo mismo. Mariano cerró los ojos, ella también. El los abrió, pero Karina
no. La tomó de la mano y la llevó a dar una vuelta por el salón. Se convirtió
en su guía. Seguía sin saber nada de ella, ni ella de él. Lo único que sabían era
que ese día era sábado y que estaban tomados de la mano en un viejo salón de barrio.