miércoles, 5 de diciembre de 2012



Un vecino de Congreso, Buenos Aires, llama a la policía porque siente un olor extraño que sale de la casa de al lado. Horas más tarde, los agentes tocan timbre. Nadie contesta. Rompen la puerta con un hacha. Encuentran bolsas de nylon, papeles de diario, una maraña indescifrable de basura, un catre viejo y, sobre el catre viejo, un cuerpo. Un cuerpo que ya no es cuerpo: una masa fluida de color verdoso que larga gases con olor a carne podrida. Un hombre, muerto cinco días atrás. Los policías llevan el cadáver a la morgue judicial.
Varias semanas después, en la puerta de la casa, un grupo de moscas vuela delante de la ventana que da a la calle. Las persianas, que alguna vez fueron verdes, están cerradas, llenas de tierra. Una camioneta gris se detiene en doble fila. Baja una mujer de pelo rubio corto, jeans, remera y anteojos negros. Lleva una valija de plástico con rueditas, la deja debajo de la ventana de las moscas. El conductor del auto, bigotes canosos, pelo engominado y otra maleta de plástico, hace lo mismo.
—Ricardo no dejes el auto sólo. Lo único que falta es que nos roben la camioneta –dice la mujer.
—Voy a ir a buscar un lugar para estacionar –contesta Ricardo. Se sube al auto.
En la vereda, la mujer espera. Cinco minutos después, llegan los familiares de la víctima. El hijo del muerto les da la llave. En el lobby, Ricardo y la mujer se prepararan: sacan de sus valijas botas plásticas, máscaras antigas y trajes de teflón blanco.
En la espalda del traje, una inscripción. En letras mayúsculas negras: Limpieza Escena del Crimen.


                                                                                  ***

—Dame un pie —dice Ricardo De Zeta agachado desde el suelo.
Me pone dos bolsas de nylon sobre cada zapato y me las ata a los tobillos. Su mujer, Liliana Andrade, me coloca un barbijo.
—Bueno ya podés pasar, pero asegurate de no tocar nada.
Lo primero que piso son las tablas de madera del catre. Supuestamente, en este hall murió el hombre. Debajo de la ventana, hay un colchón sucio y tres sillones rotos. Y basura, basura, basura: sobre el piso de madera hay papeles de diario y, sobre los papeles, hay botellas –llenas y vacías– envoltorios de rollos de cocina y un viejo teléfono verde.
Como si estuviese sumergida, cada tanto, trato de mantener la respiración. El olor–espeso– es asqueroso y penetrante.
A la derecha de la sala, hay una mesa de madera, donde podrían comer seis personas. Sobre ella: botellas de cerveza, papeles viejos, una partitura de Astor Piazzola, monedas, tubos de repelente para insectos, botellas de alcohol etílico y cajas de sopas rápidas vacías.
En el primer cuarto –un baño diminuto con azulejos beige– hay una bañera y, dentro, un balde azul con agua y un calzón viejo. En la cocina –angosta– hay una mesada, una pileta y una bolsa llena de saquitos de té usados. Sobre dos estantes, varios frascos y una lata sucia con el dibujo de un muñeco que dice “Para alguien muy especial”.
El dormitorio no tiene cama, pero sí un colchón matrimonial cubierto de revistas, ropa desordenada, atados de cigarrillos, cajas, papeles y un almohadón con un estampado floreado. Alguien, alguna vez, vivió acá.
Ricardo y Liliana están en el hall con una bolsa de residuos negra cada uno. Tiran cada objeto que se cruza a su paso. Desde las monedas que hay en la mesa, hasta las botellas vacías de cerveza y las fotos carnet de un hombre de 60 años y pelo blanco. Ricardo no aclara si ese es el dueño de la casa. Tampoco parece importarle. La foto es basura, igual que lo demás.
***
El cartel del local, Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires, dice “Estudio Jurídico De Zeta”. Las cortinas de metal gris están cerradas. Ricardo las abre. Detrás del estudio de su único hijo hay un salón: el despacho de Limpieza Escena del Crimen. Funciona ahí desde hace tres años, desde que el matrimonio creó la empresa.
Ricardo está acostumbrado a hablar con los periodistas, Liliana Andrade no. A partir de un reportaje que le hicieron para una revista femenina, una vecina la reconoció en la carnicería del barrio. Desde ese momento, da entrevistas, pero no muestra la cara.
Prefiere que no se sepa de qué trabaja.
La empresa que montó el matrimonio, única en su país, se dedica a un rubro particular. Y la muerte no está bien vista.
***
Alejandra Podestá tuvo un final trágico. Medía menos de un metro y medio y tenía 37 años. Había aparecido en los medios dos veces: la primera, cuando participó en “De eso no se habla”, la película que Marcello Mastroiani filmó en 1993; y la segunda, dieciocho años después, cuando apareció muerta en su casa del barrio de Agronomía. La encontraron con nueve puñaladas y el 50 por ciento del cuerpo quemado. En un diario, se publicó: “La enana de Marcello Mastroianni fue hallada asesinada en una de las escaleras de su casa luego de que la policía ingresara al domicilio tras el llamado de los vecinos que se alertaron por el fuerte olor nauseabundo que salía del lugar. Sospechan que podría haber tenido un encuentro con un taxi boy”.
Liliana cuenta que al leer la noticia hizo un solo comentario: “Si llegan a llamarnos, ojo que fue en la escalera”. La escalera es difícil de limpiar.
Quince días después del hecho, el primo de la víctima se contactó con Limpieza Escena del Crimen. Solicitó sus servicios y les dijo que los vecinos se quejaban mucho del olor que salía de la casa. Ricardo, antes que nada, le explicó que cuando se trata de un asesinato o suicidio, para poder hacer el trabajo, necesitan el número de causa y la autorización del juzgado que lleva adelante la investigación. Las veces que no se lo dan, desechan el caso. Pero el juzgado autorizó la limpieza. Al llegar al lugar, estaba el primo con dos agentes de la Policía Federal que cortaron la faja de clausurado.
Esa tarde de 2011, Liliana se encargó de la escalera. A su marido le tocó la cocina y el cuarto principal, donde el taxi boy la habría quemado viva. Tiraron productos químicos que eliminaron los olores a podrido.
—El peor desastre igual lo hacen las mascotas –aclara Liliana- yo cuando entré sentí olor a pis de gato. Después vimos pequeñas patas marcadas en sangre por todos lados. Pero no lo encontramos. Recién un rato antes de terminar con todo, el animal salió de adentro de un armario.
Luego de dos horas de limpieza, el primo de la víctima les pagó lo pautado. Cerraron el departamento con llave y los policías volvieron a poner la faja.
***
En este departamento de Congreso, Ricardo sigue metiendo cosas en bolsas. Le pregunto si sabe cómo murió el anciano. Me dice que no fue uno de esos casos de asesinatos o suicidios truculentos y que sólo vio sangre en el pasillo.
—Mirá acá hay una mancha de sangre. Calculo que la escupió después de haber tomado whisky con alcohol etílico. El alcohol aumenta la producción de ácido gástrico y tal vez eso le haya generado una inflamación en las paredes del estómago, que derivó en una hemorragia interna y luego en su muerte.
Ricardo habla como si fuera un médico.
—Además este anciano tenía el Síndrome de Diógenes, que es una enfermedad de acumuladores. Empiezan juntando pavadas, hasta llegar a no tirar nada. Generalmente, se da en personas mayores que están deprimidas y se sienten solas.
Eso dice Liliana, mientras limpia. Está muy impresionada porque considera que fue un abandono en vida: “sus hijos recién ahora se enteraron que vivía en estas condiciones”. Dice que esta clase de trastornos funciona metódicamente. Las personas van llenando piezas y cuando ya no pueden estar en el lugar, se trasladan de cuarto.
                                                                              ***
— ¿Cómo se van organizando para limpiar todo esto?
—Y.., empezamos por acá. De un cuarto por vez. Tratamos de no meter muchas botellas de vidrio en las bolsas para que no queden tan pesadas. Después vamos llevando todo a un volquete que está en la puerta.
— ¿Pero van a tirar todo?
—Sí. Nuestro trabajo es limpiar. Lo único que tenemos que guardar son algunas pertenencias que nos pidió la familia. Pero hay que apurarse. Hoy a la tarde tenemos que terminar.
— ¿No les afecta emocionalmente lo que están haciendo?
— No. Yo me lo tomo como un trabajo. Nos contratan para eso. Estamos ayudando a la familia. ¿No viste que el hijo no puede ni entrar? Además, estamos solos, ¿no Lili?
— Si, acá ya no hay nadie. Èl ya se fue.
— ¿Él?
— El hombre muerto. Ya no está.
— ¿Te das cuenta de eso?
— Lo presiento. Ayer, cuando vinimos a inspeccionar todo para ver cómo era el trabajo, ya me di cuenta. A veces siguen en la casa. Ésta vez no.
                                                                        ***
El padre de Liliana era cuidador del cementerio municipal de Morón. Ella varias veces lo acompañaba al trabajo. Su abuelo era amigo del abuelo de Ricardo: se conocen desde la infancia. Siempre vivieron en el mismo barrio, Lomas del Mirador, donde también tienen la empresa. A los 16 años de ella, ahora tiene 53, se pusieron de novios y se casaron. Pero antes, Ricardo, que ahora tiene 57, estudió policía y llegó a subcomisario. En 1999 dejó el servicio y se dedicó a otras actividades, algunas de las cuales ya realizaba, junto a Liliana, mientras era agente.
—El sueldo no nos alcanzaba, entonces había que inventar algo. Con Liliana nos la rebuscamos: vendimos libros y tuvimos una petroquímica, pero no sólo comercializábamos, también fabricábamos productos.
Ricardo es una especie de chef de los productos químicos de limpieza. Él mismo los fabrica según la mancha y la superficie a limpiar. Abrió la petroquímica y luego creó una empresa de limpieza de colectivos y transportes de larga distancia, proyectos que mantiene. La Limpieza de Escena del Crímen no es tan seguro: pueden llegar a pasar meses sin que los contraten. Así que deben dedicarse a otros rubros. Aunque todos se relacionan con quitar manchas. Su obsesión, al principio, fueron los transportes, más tarde, la sangre humana.
                                                                      ***

— Era un nicho vacío. Por un lado, yo conocía el rubro y, por otro, vimos que la violencia fue creciendo.
Sabía que en el país no existía una empresa que trabajara después de que la policía liberara el lugar y levantara el secreto de sumario. Una noche, diez años después, le comentó a su mujer la idea y ella, lejos de espantarse, se entusiasmó. Comenzaron a investigar el tema: en las cámaras empresarias, el rubro no existía. En agosto de 2010, patentaron el nombre. Hicieron folletos, que repartieron promotoras, y se crearon una página web.
—Al principio, era muy básica y se prestaba a confusión. Parecía que era un curro, que nosotros íbamos a plantar o borrar huellas.
Ricardo aclara que nunca haría eso y que están asesorados legalmente. Su hijo Brian, un abogado de 33 años, se encarga de los asuntos jurídicos de cada caso.
Detrás del estudio jurídico, detrás de la oficina de Limpieza Escena del Crimen, Ricardo montó un laboratorio donde fabrica las sustancias de limpieza. Es una garaje grande, donde también guarda la camioneta con el logo de la empresa, los trajes, las valijas y bidones de colores con los productos. Todo tiene su lugar. Todo está ordenado.
—Dependiendo de la mancha y de la bacteria, es el preparado que usamos. Si los gusanos están vivos, tiramos algunos productos antes. Todo depende del tiempo de descomposición del cadáver. Los ácidos que desprende un cuerpo van arruinando el piso y todo eso tenés que limpiarlo. Y no es lo mismo el piso de madera, que el de cerámica –dice con entusiasmo.
Luego susurra, como si fuera a revelar una fórmula secreta:
—Para limpiar la sangre, primero hay que barrer con una espátula la superficie comprometida. Los restos, hay que irlos metiendo en cajas porque son residuos patógenos. Después, trabajar con vaporetas (aparatos parecidos a una aspiradora, que emanan vapor a gran presión) para diluir los fluidos que quedan pegados al suelo. Luego sigue la parte de los desinfectantes y desengrasantes alcalinos, como soda cáustica. Por ejemplo, un piso de parquet tuvimos que incinerarlo parejo.
Advierte que no deben tirar la sangre por las cañerías porque son residuos que pueden transmitir enfermedades infecciosas.
—Este trabajo se hace mucho en Estados Unidos. Respecto a lo legal, nos copiamos de lo que hacen ellos: si alguien muere en la bañadera, se puede usar la cloaca del lugar. Si está manchado el inodoro, se puede usar la rejilla. Pero si se mató en la cocina, no podés baldear. Hay que ir con pedazos de papeles absorbentes y tirarlos en las cajas de residuos patógenos. Después un servicio especial los pasa a buscar.
En Estados Unidos se los llama de varias maneras: “Limpia Muertes”, “Limpiadores de la Escena del Crimen” o “CTS Decon”, una sigla en inglés que significa descontaminación de la escena traumática del crimen. Ahí, el rubro está más explotado y lo suelen ofrecer empresas de limpieza tradicionales como servicio extra.
Para Limpieza Escena del Crimen, una jornada habitual se extiende de dos a cinco horas. Aunque llegaron a trabajar tres días seguidos, si el caso está dentro de una causa judicial tienen que terminarlo en veinticuatro horas ya que la policía debe volver a cerrar el lugar.
Si sólo hay que limpiar sangre, el costo del servicio es de $3.000. Pero si la limpieza de la casa es completa, puede trepar de $5.000 a $6.000.
—Cuando limpiamos, suelen estar los parientes. Les ponemos máscaras y les decimos que traten de no tocar nada. Pero, a veces, se ponen molestos. Te dicen: “que quede limpio como para alquilarlo”.
—Si hubo un suicidio en un colchón king size de dos plazas y media, algunos quieren que lo limpies también. Hay que desarmar las capas, los resortes y volver a armarlo. Eso solo te lleva dos horas.
—Es un tema complicado. Quieren que en pocas horas le limpies una casa que pudo llegar a estar cerrada cinco meses.
—Yo les digo, a ver si me entendés. Yo te voy a sacar la sangre, nada más. Si querés que limpie todo, te cobro más.
—Otro tema es la ropa, porque queda impregnada de olor. Pero muchos quieren quedársela. Yo le digo que la laven y la regalen. Hasta tendrían que pintar la casa, si realmente quieren que se vaya el olor.
—El olor de un muerto hoy, con mucha temperatura, tarda un año en irse. Y todos los muertos huelen igual. Por más que seamos viejos o jóvenes, olemos igual.


                                                                      ***

Al día siguiente, la casa de Congreso huele a cera. El piso -de parqué- brilla. Los ambientes parecen más amplios. En el hall, sólo queda una pequeña mesa que sostiene un televisor. Sobre la mesa, donde pueden comer seis personas, hay algunas cajas con recuerdos, aquellas que los familiares no quisieron que se tiraran. El resto de las habitaciones están limpias y sin rastros de que allí vivió un acumulador. Casi todo fue llevado en bolsas dentro del conteiner. Ricardo dice que en la tarde de ayer una horda de cartoneros, vagabundos y chismosos se peleaban por cada cosa que iban poniendo en el volquete.
El hijo del hombre muerto entra a la casa y le dice a Ricardo que está conforme con el trabajo. Es la hora del pago. El valor del servicio es de $6000, pero el muchacho le regatea $1000 y Ricardo acepta. En la otra habitación, Liliana escucha todo, pero no habla. Se despiden del joven. Ricardo va a buscar la camioneta.
— ¿A vos te parece que este tipo nos tenga que bajar el precio? Se aprovecha una vez que está todo limpio —dice Liliana—. Yo con gente así no trabajo más.
Su marido maneja. Hablan sobre los vecinos que se fueron muriendo en el barrio y sobre una señora mayor que sospechan que asesinó al marido. Ricardo dice que nunca tuvo pesadillas con la muerte, que aprendió a aceptarla con naturalidad mientras era policía. Sabe que algún día va a llegar, por eso ya compró cinco parcelas en el cementerio donde está enterrado su padre. Así su hijo no tiene que preocuparse. No quiere dejarle una carga. “Hay que caminar sobre los muertos y nunca mirar para atrás”, repite. A Liliana tampoco le angustia el tema. Le alcanza con darse un baño y jugar con su nieto, al final de la jornada. Es su trabajo.
—Toda la vida me tomé la muerte como algo natural. Me lo enseñó mi papá. El repetía la frase: “desde que nacemos, nos estamos muriendo”. 



Nota publicada en revista Anfibia: 
http://www.revistaanfibia.com/cronica/limpiar-la-muerte

Sobre la cocina de la nota:
http://www.revistaanfibia.com/blog/el-olor-de-los-muertos-olvidados/
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martes, 16 de octubre de 2012




Karina tiene los ojos cerrados, está quieta y de pie. Su cuerpo está tensionado. Tiene las manos cerradas y los hombros tiesos. Igual, dice que está dispuesta a dejarse llevar. Alguien roza su brazo y le gusta. No sabe quién es, pero es dulce. Al instante, siente otro roce. Esta vez es en su mejilla derecha. Sospecha que se trata de un hombre más joven que ella y que está nervioso: su mano está húmeda.

Karina lo único que ve es una imagen negra. Hace fuerza para no abrir los párpados. En medio de un salón de un club de barrio, rodeada por quince personas, el joven extraño la estremece entre sus brazos. Se siente contenida.

Lo abraza más fuerte. Dice que le da confianza.

Ahora los que tienen los ojos abiertos deben esconderse en algún lugar de la sala para que sus compañeros, al abrirlos, los reconozca con sólo una mirada –explica la maestra del taller, Victoria Lagos.

Karina abre los ojos. Ve cómo cada pareja se reencuentra. Pero tarda un poco más en hallar a su compañero. Gira la cabeza y allí está: inmóvil y con los ojos vidriosos. Mariano –más tarde Karina sabrá que así se llama- le cruza la mirada y la reconoce. Es flaco, alto y de tez morena, viste ropa deportiva y tiene 19 años. Se emocionan y abrazan. Es la primera vez que Karina experimenta algo así, no al igual que Mariano que hace más de un año que va cada sábado al lugar. El hace el ejercicio con quien sea. Ya conoce la dinámica. Va porque, según dice, allí se siente libre. Sin importar “quién seas o qué hayas hecho”.

Ven que un cuerpo puede mucho más –explica con voz dulce la profesora- El cuerpo carga con nuestra historia, con lo que se está haciendo y con todo lo que puede ser.

Vicky, como le dicen sus alumnos, tiene 28 años, pelo trigueño y cuerpo esbelto. Ella dice que le gusta denominar a este espacio como el taller de los abrazos. Su verdadero nombre es algo más formal y aburrido -Taller de Expresión Corporal para la Integración Social- y busca algo así como “construir una alternativa de ternura en medio de tanta violencia”.
La clase se da en un club en Marcos Paz, un partido que marca el límite de la zona más urbanizada del oeste del Gran Buenos Aires, Argentina, con un territorio rodeado de pastizales y campo. En este momento, la profesora está en medio del salón, dando las instrucciones para este grupo de personas bastante heterogéneas. Si bien la mayoría son jóvenes, como Mariano. Hay un grupo de mujeres, al igual que Karina, que superan los treinta años y lo toman de práctica para su carrera, Trabajo Social. El resto son chicos que tienen alguna discapacidad o pasaron por situaciones de abuso, maltrato y hasta privación de la libertad en institutos de menores.

Ese mismo día, por la mañana, Mariano se quedaba sin trabajo. Hace un año que se encuentra en libertad. Desde entonces –y también antes–, su vida es como un electrocardiograma. Así explica Vicky los vaivenes que sufre su alumno día a día. Su maestra de expresión corporal lo conoció cuando él estaba alojado en la Colonia Gutiérrez, una residencia socio educativa de libertad restringida en Marcos Paz, al cual asisten los chicos para concretar su egreso por buen comportamiento del sistema penal juvenil. Desde ese entonces, lo acompañó en su camino. Se convirtió en su referente y soporte.

II

A los dos días del taller, Mariano está tomando un café con leche en un bar a dos cuadras de la estación de trenes de Moreno, localidad al oeste de la provincia de Buenos Aires. No está solo, a su lado se encuentra su sobrino, que tiene un par de años menos que él. Cuando Mariano agarra la taza para llevarse un sorbo a la boca, hay algo entre su dedo pulgar e índice que llama la atención. Es un tatuaje de varios puntos. Están posicionados como si fuera un cinco de la cara de un dado.
Se trata de un tatuaje tumbero. Se lo hizo en cautiverio con tinta china y agujas. Ese símbolo, muy popular en el lenguaje de la cárcel, suele representar el odio a la policía. El punto central hace referencia al “delincuente” y los cuatro restantes a los oficiales que lo rodean y no lo dejan escapar.

Hace años que Mariano tiene esa imagen, una de las principales razones por las cuales más le cuesta conseguir trabajo desde que salió en libertad. Por eso, a veces, se presenta a las entrevistas laborales con muñequeras o guantes. No como le ocurrió hace quince días atrás:

Ah, pero vos sos tumbero –le dijo el encargado de una fábrica de baldosas, al momento en que iba a estrecharle la mano.

Si, y por lo que parece vos sos re ortiva. Ahora ¿sabes qué? El del medio sos vos –le contestó, estando algo fuera de sí y señalándose la mano.

A pesar de esa charla, postuló para ese trabajo, donde estuvo dos semanas hasta que lo echaron por reducción de personal. Por eso ahora está desempleado.

El sol del mediodía entra por el ventanal del bar y le ilumina su cabello negro, la cicatriz en su frente, sus ojos achinados y su sonrisa. Mientras habla con su sobrino, sus encías sangran y sus dientes desalineados se manchan de rojo. Por la estación de tren, pasa un grupo de diez chicos con ropa deportiva, gorra y mochila. Caminan todos juntos, parecen recién salir del colegio.

Mirá a esos rateritos de mierda. Hacen cualquiera. Van juntos de acá para allá. Ahora seguro le roban a una vieja y se van corriendo, después meten todo en la mochila –le dice el sobrino a Mariano con tono de crítica.

Nosotros ya pasamos por esa –le replica Mariano entre risas burlonas y voz de superioridad.

El rostro moreno de Mariano se parece al de un adulto. Sus 19 años se multiplican a medida que hace algún gesto. La primera vez que cayó preso por robo tenía 8 años. Estuvo detenido en el Instituto Borchez de Otamendi, un centro cerrado donde asisten niños de entre 8 y 12 años que cometieron delitos, del cual pudo escaparse.

A lo largo de los años –hasta cumplir 10– siguió cayendo y huyendo. Pero antes de eso, se cansó de los malos tratos, golpes y gritos de su hermano mayor Víctor, quien lo crió desde los 3 años, y se escapó de su casa. Encima su padre era “un mal ejemplo”. Se la pasaba robando, entonces no querían que pase tiempo con él.

Mariano compartió varios años de su infancia con Víctor, pero después se fue a vivir a la calle. Sus días cambiaron: pedía monedas en la Plaza de la República, la del Obelisco, una de las más transitadas de la Ciudad de Buenos Aires. Recuerda que el primer día de esa nueva forma de vida, Nicolás –un chico de su misma edad– intentó robarle la campera.

Ey, ¿qué te pasa? –le dijo Mariano al niño.

Dame la campera, dame la campera –le forcejeó el pequeño.

Pero es lo único que tengo –le contestó Mariano con congoja. No aguantó y se puso a llorar.

Nicolás en vez de salir corriendo, lo calmó, escuchó su historia y lloró con él. Desde ese día, se hicieron grandes amigos y jamás se separaron, salvo por algunos períodos de tiempo y un final trágico. Mientras tanto, comenzaron a rastrear: robar juntos elementos personales de poco valor, como billeteras a turistas. A los pocos meses, la banda se agrandó. Se sumó Rodrigo, un chico que pedía monedas para consumir pegamento en la estación de trenes de Constitución, una de las centrales de la Ciudad.

El nuevo integrante vivía en Ciudad Oculta –uno de los barrios más pobres de la Ciudad conocido como la “capital mundial del paco”, droga hecha con los desechos de la cocaína– donde Mariano y Nicolás se instalaron con él.

En el bar, el sol sigue entrando por la ventana, pero con menor intensidad.

¿Te gusta cómo estás ahora? –le pregunta el sobrino.
No sé –responde Mariano- Siento como que me adapté. Me rescato de las cosas que aprendí allá en la cárcel. A veces me quiero re matar porque me quiero mandar alguna. Siento que mi cuerpo está acá, pero mi mente, allá adentro.

III

A los 10 años, Mariano volvió con su hermano y se encontró una gran sorpresa. Su madre, que cuando él se escapó de su casa estaba presa, ahora se encontraba en libertad. Hacía años que ella lo estaba buscando, pero no podía dar con su paradero. Al reencontrarse, él decidió irse a vivir con ella y retomar la escuela; aunque se escapaba de vez en cuando. En ese entonces tenía prohibido verlo a Nico. Con el paso de los días, había perdido contacto con él. Hasta que una vez su hermano mayor golpeó a su madre y Mariano –que ya tenía 12– trató de defenderla. Terminó fuera de sí. A los tiros. Su madre lo echó, le dijo algo así como “andate y devolveme el fierro”, en referencia a su arma. Él le hizo caso.

Al tiempo se cruzó con su padre, quien le pegó. Le pegó por ser rastrero. Mariano explica que para su padre el mejor hijo era aquel que se dedicara a robar. Pero robar “bien”. Así es como le propuso a Mariano acompañarlo a robar casas con él para que aprendiera.
Después de ir tres veces, su hijo ya se animó a empezar a ir solo. En uno de esos robos, la policía lo detuvo y terminó en el Instituto de Menores San Martín, donde van los chicos que comenten delitos en Ciudad de Buenos Aires y tienen entre 12 y 16 años. Allí Mariano no estuvo solo. Se reencontró con un viaje amigo: Nico. Desde ese momento, no volvieron a separarse, salvo por algunos períodos de tiempo y ese final trágico. La vida de ambos se transformó en una especie de ruleta rusa con cuatro casilleros: cumplir condena, robar, caer de nuevo y escapar. Cumplir condena, robar, caer de nuevo y escapar. Así, por varios años más.

Una de las veces que estaban en libertad, a la banda de Nico, Rodrigo y Mariano, se le sumó Peca, quien –según Mariano–  era muy maldito. Para él, maldito significa ser bien malo y dedicarse a robar, pegar, maltratar, amenazar, pero sobre todo, matar.

A los 14 años, Mariano y sus amigos fueron a robar a un supermercado chino, y desde ese día nada volvió a ser igual. De los cuatro, volvieron tres. Mariano después de este episodio se sintió culpable. Siguió robando con sus amigos, cayendo preso y saliendo del Instituto San Martín. Terminó en una comunidad terapéutica, hasta que volvió con su madre a Moreno. Con 15 años, se la llevó a vivir a una casa que alquilaba, lejos de su hermano. Su madre, según cuenta Mariano, por fumar muchos – pero muchos–  atados de cigarrillos por día sufría de un enfisema pulmonar. Dos meses después de vivir juntos, ella tuvo una descompensación y terminó internada.  A los pocos días, se enteraría que había muerto.

IV

Mariano es ansioso y eso lo vuelve –la mayoría de las veces– puntual. Hoy es sábado y otra clase comienza a las tres de la tarde. El viaje desde el lugar donde él vive ahora –Moreno– hasta el club de Marcos Paz le demanda una hora de viaje en tren y colectivo.

La puerta de chapa con pintura blanca descascarada y sin picaporte no abre. Vicky pone la llave en la cerradura, la gira dos veces, hace presión para adelante y atrás, pero no puede abrirla. Cuando llega Mariano, a las tres en punto, intenta presionar con más fuerza, y nada. Los otros alumnos ayudan, pero no logran ganarle al cerrojo. Pasa el tiempo y los chicos se acumulan en la entrada del Club, mientras el frío de junio en la provincia de Buenos Aires no ayuda.

¿Por qué no vamos a la plaza a hacer el taller? –propone una de las chicas, en referencia a la plaza San Martín de Marcos Paz, la principal del partido que queda a tres cuadras del Club. Vicky acepta. Cuando todos llegan al pasto, ella propone sentarse en ronda. En el círculo hay siete chicas que provienen de un hogar de niñas víctimas de abuso sexual –tres ya egresadas–, tres chicos de la Colonia Gutiérrez, tres estudiantes de Trabajo Social –entre ellas Karina-, Mariano y Vicky. También hay dos perros que dan vueltas.

Bueno chicos, hoy vamos a cerrar los ojos y agarrarnos de las manos de nuestros compañeros. Siéntanlas, masajéenlas. Sientan cada hueso, articulación. Apriétenla un poquito, sin hacer doler, y suéltenlas. Demuestren que están ahí –explica Vicky.

Dos chicos provenientes de la Colonia se levantaron. Prefirieron dejar de hacer lo que estaban haciendo y se fueron para un costado. Se quedaron como meros espectadores mirando a ese redondel de personas con ojos cerrados y tomadas de las manos, a los perros que olían y empujaban con sus hocicos las manos de los chicos en busca de alguna caricia y a un grupo de bomberos voluntarios, a unos metros de la ronda, haciendo cuerpo a tierra a modo de práctica para su vocación. En eso, la voz de Vicky interrumpe el paneo:

Ahora quiero que toquen el pasto con la mano bien abierta. En uno de los centros de régimen cerrado donde soy voluntaria, se me ocurrió llevar flores para sentir el roce de los pétalos en la piel y las sensaciones que despiertan. Pero me dijeron con tristeza que desde hace mucho tiempo está prohibido el ingreso de flores o vegetales. Sin embargo, pude realizar el trabajo durante media hora con una de las chicas del Inchausti (un centro de adolescentes mujeres en conflicto con la ley penal en Ciudad de Buenos Aires) y fue maravilloso. Hacía un año y medio que no olía, ni sentía una flor en su cuerpo. Allí todo es cemento. Por eso, quiero que sientan la tierra, la energía de la naturaleza y valoren esto que están haciendo ahora.

Al finalizar el encuentro, Victoria propone que sus alumnos compartan lo que sintieron al seguir sus consignas. Ellos cuenta que “sintieron confianza en un extraño”, que “lograron romper las barreras de ciertos prejuicios que tenían con una persona sólo por la manera en que se vestía” y que “lograron bailar con un joven cuando hacía años que no podían tocar a un hombre por las malas experiencias vividas”.


V
Luego de la muerte de su madre, la ruleta rusa de la vida de Mariano comenzó a girar nuevamente, pero esta vez sin su amigo Nico. Después de reencontrarse, se pelearon. Entonces Mariano se fue a la ciudad costera de Mar del Plata un par de meses y al volver cometió más robos. Cada vez más violentos. De muchos se acuerda instantes debido al alto nivel de estupefacientes con los que cargaba en su organismo. Hasta que hubo una vez que al robar una camioneta de alta gama con sus compañeros, mientras escapaba de la policía, dio un trompo que los dejó dados vuelta. Él logró salir del automóvil y arrastrarse. A las dos cuadras, su cuerpo dijo basta.
La policía lo capturó. Lo llevó a una comisaría de Belgrano, un barrio de clase alta de la Ciudad, donde le hicieron varios cortes con un abrecartas en las plantas de los pies. Sufrió. Lo metieron en una celda con otros presos y lo dejaron varios días. Cada tanto los mojaban con agua fría. Luego dice que lo llevaron al hospital, donde pasó meses recuperándose y le siguieron tres años preso en tres institutos de menores diferentes y una residencia semi abierta.
Mariano cumplió tres años en cautiverio y está a la espera de su juicio. Pasó dos años en el Instituto de Menores Roca para chicos de 16 a 17 años, donde solía pelearse con varios del pabellón, por eso estuvo meses encerrado solo en una celda sin poder hablar con nadie, ni hacer ninguna actividad extra. Después lo trasladaron al Belgrano para adolescentes de 17 a 18 años y a una colonia semi abierta en Marcos Paz, donde conoció a Vicky. Luego quedó en libertad asistida y dice que pasó por un programa de hoteles que brinda el Estado nacional para chicos que recién salen de estar en cautiverio y no pueden volver con sus familias. Pero como renunció al trabajo que le habían ofrecido, donde le pagaban menos de cien dólares al mes, lo echaron del lugar. Desde ese momento, empezó una gira por distintas casas, hasta llegar adonde vive ahora, en Moreno con su primo. En ese ínterin, se fue enterando noticias de sus amigos, como que Rodrigo murió en un robo y del destino de Nicolás. De él, a Mariano ahora sólo le queda la N tatuada en el cuello. “Nico” terminó muriendo a los golpes en un penal de Marcos Paz, mientras peleaba con otro preso.


VI

—Trabajo con cuerpos cuya existencia se ha regido a partir de experiencias de violencia y maltrato. Una violencia y un maltrato que se vuelven la forma habitual de relacionarse; pauta y condición para el encuentro con otro. Sin embargo esta violencia, este maltrato, no nace ni muere en sus cuerpos, sino que circula y se reproduce en todo el tejido social, alcanzando distintos grados según el contexto y las vivencias que van marcando a los cuerpos, su subjetividad.

Estos conceptos los escribió Victoria. Forman parte de un escrito que guía su investigación de graduación de la Licenciatura en Expresión Corporal del  Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA), una de las escuelas públicas especializadas en arte más prestigiosas del país.
Este es el tercer año consecutivo que realiza esta clase de talleres en los que, según ella, brinda un contexto amoroso para los jóvenes se den permiso a despojarse de tanto dolor, marcas, miedos y resistencias, para abrirse a lo nuevo y ofrecer su danza. Aclara que no pasó con todas las personas que transitaron su espacio, pero que con muchas de ellas sí: “los ha sostenido la pertenencia a un grupo, a un lugar donde se sienten apreciados, queridos, respetados, aceptados y donde sienten que confían en ellos y que no se les exige nada a cambio”.
Sus primeras experiencias del taller fueron duras. Se involucró mucho con dos chicos en particular con los cuales generó una relación muy cercana. Un caso es el de Eve, una chica que sufrió abusos desde pequeña, y el otro es el de Mariano, a quien conoció cuando él ya estaba en la Colonia Gutiérrez.  Una de las primeras imágenes de Mariano que se le vienen a la mente es la de un chico medicado (introvertido y ensimismado) en la esquina de un salón donde ella daba un taller. Al tiempo, él le acercó una (carpeta) pequeña revista con escritos autobiográficos. Es que mientras estaba privado de su libertad, había leído un libro de “Camilo Blajaquis”, un chico que mientras estuvo preso, empezó a escribir poesía. A partir de ese momento, hizo lo que nunca antes había hecho: dibujar y escribir. El relata que eso lo ayudó a desahogarse y expresar lo que nunca antes le había contado a nadie.
Una vez en libertad, ella fue un gran apoyo. Llegó a hospedarlo en su casa –donde vive con sus padres- y en la de su novio; a ayudarlo a conseguir trabajo y a dejar ciertos vicios. Eso no quiere decir, aclara ella, que Mariano cada tanto no haya sufrido –sufra– altibajos.
Ahora Mariano asiste al taller todos los sábados, desde hace más de un año. Se lo ve entusiasmado y cumple con las actividades.


VII

En una sala a oscuras, una luz se enciende y se vuelve a apagar. Así varias veces, acompañada por el sonido de un piano y una guitarra. Durante esos destellos de luminosidad, se distingue un joven de perfil, en cuclillas, que mira hacia abajo y tiene las manos sobre la cabeza. Cada vez que se prende la luz se ven distintas escenas. El chico está de espaldas. Se saca la remera. Se revuelca en el suelo. Sufre. Se levanta. Se toca el cuerpo. Vuelve a caer.
Este chico es Mariano y pareciera que baila su historia, sus golpes, sus llantos. Al final del acto, él se para y mira al público fijo a los ojos. Es una mirada de odio. Como si todos lo irritaran. La luz y la música vuelven a apagarse y sólo se escuchan los aplausos. La sala del IUNA está repleta. El acto formó parte de un examen para la Universidad que tenía que presentar Victoria, en el cual se debía (presentar una obra que sea el producto de una profunda afectación, algo que atravesara y desbordara el cuerpo del coreógrafo y que valiese la pena hacerse público). Vicky decidió (proponerle a Mariano elaborar una coreografía que brotara de su cuerpo y de su historia, y sobre todo que lo alentara a “no entregarse nuevamente al sistema como “pibe chorro” sino a demostrar y demostrarse que su cuerpo puede más que eso). Le llevó meses de preparación. Hasta último momento ella pensó que él (quizás) no iría, pero se equivocó: allí estaba. Ahora todo está filmado en un video que tiene ella y que algún día piensa mostrarles a los chicos del “taller de los abrazos”, al cual Karina sigue yendo. Ya va por su tercera visita. Ese día, Karina debía elegir a alguien de entre todos los presentes para hacer el ejercicio del espejo  –en el cual una persona se para frente a la otra y debe copiar sus movimientos – y lo eligió a Mariano.
Él extendió su brazo derecho desde su pecho hacia fuera de su cuerpo y Karina lo copió. Se puso de cuclillas en el suelo, ella hizo lo mismo. Mariano cerró los ojos, ella también. El los abrió, pero Karina no. La tomó de la mano y la llevó a dar una vuelta por el salón. Se convirtió en su guía. Seguía sin saber nada de ella, ni ella de él. Lo único que sabían era que ese día era sábado y que estaban tomados de la mano en un viejo salón de barrio. 

read more "El poder del cuerpo"

domingo, 16 de septiembre de 2012



Mara no cree en los videntes, en el tarot, en los buzios, en nada. Cree que se trata de personas que se aprovechan de la debilidad de las otras.

Un hombre en el garaje de su casa cita a los que quieren saber qué va a pasar con su futuro. Qué les depara el destino. Como si fuera una especie de “adelanto exclusivo” de la película de su vida. “El brujo”, como le dicen el barrio,  atiende en una casa sencilla,rodeada de calles de tierra, ubicada al oeste de la provincia de Buenos Aires.  Tiene dos puertas, una para los que no les molesta esperar, a cambio de no pagar, y otra –un  portón- por la que ingresan los que abonan los $50 que sale la consulta. Se cree que “el boca en boca” es muy eficiente –ya que no tiene publicidad- porque todos los días, menos los lunes que no atiende, la salita de espera está repleta y se hacen filas de automóviles y hasta camionetas 4X4 en la entrada del lugar. Cada tanto se abre el portón y hace pasar a su próximo paciente.

Mara entra por el portón.

- ¿Qué querés saber? ¿Qué problema tenés?

El brujo Tino está rodeado de fotos del Gauchito Gil. Tiene una tele prendida en un canal que no para de comunicar chimentos y un tablón con dos sillas, sobre el que reposa un mazo de cartas españolas.

- ¿Cómo es tu nombre? ¿El de tu pareja? Escribime la fecha de nacimiento de los dos en este papel.

Tino, mientras hace estas preguntas, agarra el mazo, comienza a mezclarlo y dice en voz alta los nombres indicados.

- Ahora separá el mazo en tres y elegí uno.

Toma el pilón de cartas elegido y comienza a darlas vueltas sobre la mesa. Dice cosas como “acá veo otra mujer. Vos sos celosa. Veo un hombre mayor. Tres hijos. Una propuesta de matrimonio. Una casa. Crecimiento económico. Te salió la rueda de la fortuna. Problemas de cintura”.

- ¿Cómo estás con tu pareja?

-Bien -dijo Mara.

- ¿Tenés algún otro problema para consultar?

Tino vuelve a tirar las cartas, esta vez por el futuro laboral. “Acá veo firmas, contratos”, explica mientras reparte y ve las figuras con espadas, bastos, oros y copas.

-Gracias por venir. La consulta es $50. Te recomiendo hacerte los baños que abren caminos. Te doy las indicaciones en este papel. Volvé cuando quieras.

Mara sale del garage y tira el papel en el primer cesto que se cruza a su pasa. Todavía no lo sabe, pero vivirá su vida igual que antes y esperará no tener problemas de cintura cuando sea vieja.

Y bueno. Nadie es perfecto. A veces la debilidad y la curiosidad le ganan a la coherencia
read more "Adivina, adivinador "

domingo, 2 de septiembre de 2012


Mientras se seca con la toalla la panza, se le escapa un pezón. La mujer mayor parece no darse cuenta. Ninguna de las mujeres parece darse cuenta. Menos Mara, ella sí se da cuenta y le molesta. Trata de llevar los ojos para otro lado, pero hay algo que es más fuerte que ella: los ojos se le van al pezón viejo.

—Qué frío anda haciendo ¿no? -exclama la mujer con la teta al aire.
—Si, tremendo –le contesta otra con poca ropa encima.

Se ve que uno de los pocos lugares en el mundo donde no es éticamente incorrecto hablar del clima con las partes púdicas al aire, debe ser un vestuario. Calor, humedad, desnudos.
Mara se termina de sacar toda la ropa para ponerse la malla entera. Es un tanto vieja, no es de ella. Se la prestaron. Decidió no invertir en una nueva si no sabe cuánto va a durar en las clases de natación. Tuvo que empezar por sus problemas en la columna. Los huesos se le estaban atrofiando de tanto estar sentada a la computadora. Su cuerpo ya empezaba a asemejarse a la letra L mayúscula.
Sale del vestuario, con gorro de baño y antiparras, y se dirige a la pileta. Sabe que parece un alienígena, pero qué más da. Es una tierra perdida, donde el agua está tibia y le gusta.

—Bueno, hacete cuatro piletas tranquila del estilo que vos quieras.

A Mara le gusta nadar pecho. Tal vez por la idea de controlar hacia dónde se dirige. Toma impulso desde el borde y se deja llevar. Su cuerpo se llena de adrenalina. ¿Por qué las personas pasamos tan poco tiempo en el agua? La mayoría del día estamos secos, salvo por unos veinte minutos diarios promedio en la ducha. Lo que es igual a estar  sólo cinco días enteros al año todos mojados. O sea, nada. Nada de nada.
Todo eso piensa Mara mientras nada. Hasta que recuerda que está nadando espalda y se le acerca el borde. Debe prestar atención. Así como se le acerca el borde, ya termina la hora y debe volver al vestuario para bañarse y volver a su casa.

—Este Moyano al final quiere mostrar que puede maneja el país, quién se cree que es -grita una chica de unos 28 años, mientras se envuelve en la toalla al salir de la ducha. Se sienta en una de las tarimas y se calza una tanga. Mara, mientras tanto, trata de hacer malabares para que no se le escape nada de lo que no le quiere mostrar a la extraña que habla de Moyano. Nada de nada. Se termina de vestir, se abriga y se va. Hasta la semana próxima no volverá.
read more "Una tarde en el vestuario"



Un día M apareció con zapatillas nuevas: rojas y negras con resortes. Contó que se las había robado a un chico con el que se peleó, que le decía que andaba sin plata. Pero si no tenía ni un peso porqué usaba zapatillas nuevas. Eso pensó M y no le parecía justo. Entonces las tomó prestadas de manera permanente y se creyó su merecedor. 


Un día Z trajo zapatos nuevos: negros y con unos delicados cordones encerados. Los cargaba en una bolsa de marca. Dijo que se los había comprado en el shopping para su primer día en el trabajo nuevo, que tanto había anhelado. Se los probó en el local, observó su reflejo en el espejo que estaba a la altura de sus pies y le gustó cómo le calzaban. Pagó con la tarjeta y se los llevó. Fueron su orgullo.


M relata que no se acuerda cuándo fue la primera vez que alguien le compró un calzado y que en la vida de la calle las zapatillas tienen su propia clasificación. Según esas características, uno ocupa distintos lugares. Por ejemplo, para él, las de resortes se ganan el podio.


Z sabe que ir “bien vestido” a un trabajo le da “chapa”. Nunca se le ocurriría ir de zapatillas a la empresa.


Cuando jalaba pegamento, M se ponía a limpiar sus zapatillas. Las limpiaba, las limpiaba. Nunca le quedaban del todo limpias.


Por si alguien llegara a pisarlo, Z se compró un producto que impermeabiliza la superficie de sus zapatos.


El pegamento le hacía tener un flash recurrente: que sus zapatillas iban a comerlo. Entonces se las sacaba y se quedaba descalzo. El miedo no le permitía a M volver a ponérselas.


M está contando este relato en un bar. Dice que para saber realmente cómo es una persona lo primero que hace es mirarle sus zapatos. Mientras tanto, calculo que Z debe estar llegando del trabajo y quitándose el calzado, que es lo primero que hace cuando entra a su casa. Dice que estar descalzo es lo único que lo libera.     

Publicado en la revista Visible lo Invisible
read more "De zapatos y zapatillas"
 

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