domingo, 10 de noviembre de 2013



Esta vez las palabras escritas cambian de forma. Les presento la historia de Menganno, un hombre del sur de la provincia de Buenos Aires que un día decidió hacerse un traje para "luchar contra la inseguridad". Aquí la crónica en formato de audio de un superhéroe de la vida real por Radio Ambulante:

http://radioambulante.org/audio/2013/11/el-superheroe/

Y les dejo las páginas del primer capítulo del cómic periodístico "Menganno", que salió publicado en marzo de 2013 en la revista peruana Cometa. El resto del cómic está en producción.









Y por último, la entrevista sobre la crónica "El Superhéroe" que me hicieron en el programa "Días como Estos" en Radio Metro

http://radioambulante.org/en/audio-en/2013/11/the-superhero/
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martes, 29 de octubre de 2013


Una ventana de rejas color manteca con un cartel: “Clases de piano”.
Solía ver esa ventana y leer ese cartel, casi todos los días, porque vivía a tres cuadras de aquel chalet. Hasta que una tarde, mientras iba caminando con Simona, me decidí a golpear la puerta. Lejos de hacerme un escándalo por ir con mi canina, nos hizo pasar a su comedor: allí estaban dos de sus pianos de cola –el cartel no mentía- en medio de la sala, enfrentados. Uno tenía dueño. Lo estaba tocando un alumno de ella con delicadez y concentración.
Ella es Mabel, la profesora: una mujer de más de 70 años, con rulos electrizados y una energía contagiosa. Con un tono amable, me ofreció un café. Yo, por cortesía, lo acepté (no suelo tomar ese líquido negro). Me contó que la primera clase era de prueba, que ella ya se daba cuenta por mirar a la persona si iba a ser talentosa con el instrumento y que tocar el piano era como tocar el mundo. Yo me di cuenta que tocar el piano, en realidad, era su mundo. O tal vez, eso me daría cuenta después.
A la semana siguiente, en el horario pautado, volví. Ella no me dio ninguna partitura, me dijo que la música se siente, que no debo encerrarme en ninguna corchea. Entonces ella se sentaba al piano y movía sus dedos como si no fueran dedos. “El sonido te envuelve”, me decía. Y me hacía observar sus movimientos para copiarlos luego. Cuando fue mi turno, me di cuenta que era imposible hacer lo que ella hacía. Ella volaba y yo apenas aleteaba. Pero me animaba de tal manera que me hacía sentir la mejor pianista sobre la faz de la tierra.
Pasaron varios miércoles por la tarde de seis a siete. Hasta que unos meses después, fui a su ventana con una decisión. Ella me abrió la puerta.  Le dije que hoy no quería tocar el piano, que quería hablar. Ella me preparó un café que me sirvió en una pequeña vasija de barro y me preguntó qué me pasaba. Le dije que quería entregarme al piano, pero que no me daba el tiempo, que iba a dejar las clases.
Ella me dijo que eso no era una excusa, que podía ver pentagramas en los cables de las calles, que cuando saltara una baldosa pensara en las notas y que imaginara los ritmos en mi mente. Pero yo le dije que no sabía si iba a poder hacer eso. Entonces ella se quedó en silencio. Luego me pidió que apoyara las manos en la mesa, en posición como para tocar el piano.
En voz alta, empezó:
Do, Mi, Sol, La, Re.
Y mis manos, poco a poco, comenzaron a moverse solas. Cada dedo reaccionaba con la nota que le correspondía. No miento: una fuerza sobre natural los prestidigitaba.
¿Ves?, me increpó ella: Eso es memoria muscular. No necesitás tener un piano en tu casa.
Y era cierto. Finalmente, terminé varios años yendo a sus clases. Después el tiempo  y las ocupaciones me alejaron meses de su ventana.
Pero hoy algo me hizo volver. Quería saludarla. Sabía que había estado con problemas de salud. Toqué la puerta y no fue ella quien me abrió. Fue una chica, a quien le expliqué que venía a ver a Mabel y me dejó pasar. Cuando entré, el comedor estaba vacío, con sus pianos de cola en silencio.  Mabel se encontraba en su habitación. Me acerqué hasta la puerta y me miró. Traté de disimular la sorpresa que me generó verla con un andador. Sus manos le temblaban y tenía menos pelo. Nos abrazamos y me dijo que vayamos para la sala. Estuvimos sentadas a la mesa, hablamos poco, nos tomamos de las manos y lloramos. Varías veces me dijo qué lindo que hayas venido. Nunca supe si realmente me había reconocido. Creo que tuvo sus momentos. La mujer que la cuida me dijo que había días mejores y peores.
Al rato, me fui y dejé la ventana atrás. Mientras caminaba, una idea no paraba de darme
vueltas en la cabeza: quiero recordarla para siempre como la gran maestra y amiga que me hizo tocar un piano mágico en una mesa de madera.  
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domingo, 8 de septiembre de 2013


Gatos blancos, negros y atigrados rondan los pabellones del hospital Enrique Tornú de Buenos Aires. Con un andar majestuoso, recorren las calles arboladas que unen las edificaciones de estilo romántico que conforman todo el nosocomio. Son las ocho de la noche de un miércoles. Hoy, además de felinos, hay celosos y celados. El lugar es la única sede en el país donde se dicta un taller dedicado exclusivamente a aprender a tratar situaciones de celos en la vida cotidiana.

Una mujer, que llamaremos Lola, tiene el rostro serio. Las arrugas en su cara parecen multiplicarse por su expresión de preocupada.  Debe tener unos 50 años. Su pelo rubio lacio apenas le roza los hombros. Es delgada y está esperando en la puerta del aula para entrar. Nunca antes había pisado este lugar. Se enteró del taller al verlo en un noticiero, hace un par de años atrás. Pero decidió venir hoy. Explica que lo hizo porque todos le dicen que es celosa. Y lo soy. Dice ella. Lo soy, lo soy. Se repite como si se estuviera en un confesionario.

Es que a mí cuando se me mete algo en la cabeza es como una espina que no me puedo sacar. Y te pincha -dice, mientras hace un gesto con su mano derecha como si le estaría clavando algo a alguien- Te pincha, hasta que no sabes qué hacer.

Hace más de treinta años que está casada. Dice que una vez le encontró “algo sospechoso” a su marido -no aclara qué, pero se sobreentiende- Desde esa vez, repite, nada volvió a ser lo mismo.

Adelante.

El profesor Luis Buero la hace pasar a una sala que hace de aula.

No te conozco. ¿Es tu primera vez acá? –le pregunta a la nueva alumna.

Ella contesta que sí. Él le indica que debe llenar los datos en una planilla: nombre, apellido, DNI y un mail de contacto. Ella se niega, dice que no lo hará hasta el próximo encuentro. El la respeta. Al mismo tiempo, los alumnos ingresan al salón. Una joven de 25 años, un hombre de 50 y otra dama de treinta y tantos. Con Lola, ya son cuatro. Se van acomodando en los distintos pupitres que el profesor posicionó en forma de semicírculo.

Luis Buero es periodista, guionista, psicólogo social y autor del libro «Los celos en los vínculos cotidianos», que escribió luego de dedicar seis años de su vida a dar esta clase de talleres. Usa anteojos, es delgado y tiene una frente ancha que su falta de cabello deja al descubierto. Le reparte una hoja a cada participante y les explica la consigna: todos deben imaginarse que son el Dalai Lama. Es decir, un maestro espiritual que todo lo sabe y que desde ese lugar contestan las preguntas que están en el papel.

Disculpe mi ignorancia-lo interrumpe Lola. Pero no entiendo.

El profesor le vuelve a explicar que conteste las preguntas como si fuera una persona muy sabia. Ella se ríe a modo de aprobación y empieza a escribir.

Ahora, uno por uno, lea en voz alta lo que escribió.

Lola lee la consigna: «Maestro, tengo la suerte de estar frente a usted por unos segundos y quisiera preguntarle, ¿Cómo puedo hacer para conocerme a mí mismo?» No se -responde ella. « ¿Por qué siento celos con facilidad?» No se -escribió ella.

El profesor trata de que su cara no transmita sorpresa, pero se nota que está sorprendido. Parece que Lola no comprendió la consigna, pero no le dice nada. Ella sigue.

« ¿Está bien que el amor que me tengo dependa exclusivamente de lo que me quiera el otro?» No. « ¿Qué es la libertad interior? Ser libre con uno mismo, responde y pregunta  «¿Qué es la vida?» Ser feliz, y por momentos estar triste.

Mientras Lola lee, entran dos alumnos más: un hombre de 33 años y otra chica con rulos que parece igualarlo en edad. Se sientan y continúan escuchando a sus compañeros. Luego el profesor toma la palabra.

En toda buena relación debe haber dos factores: la ternura y la sexualidad. Cuando se unen, en general, es cuando surgen las parejas formales. Ahora la pregunta es ¿cuáles son las razones de la infidelidad?

Francesca es una solitaria ama de casa. Está casada y vive, junto su pareja e hijos en Estados Unidos. Mientras ellos fueron a pasar unos días a las afueras, alejados de su hogar, ella conoce a alguien muy especial: un fotógrafo. Este hombre es enviado por un famoso canal de televisión para realizar una serie de fotos sobre puentes: los puentes de Madison.

La famosa escena de esta película, cuando ambos están debajo de la lluvia y ella debe decidir qué vida elige -la de quedarse con su familia o lanzarse a la aventura con el fotógrafo- es una de las diversas razones de la infidelidad: romper las estructuras- explica Luis, mientras se acomoda los anteojos. En el caso de Francesca, ella estaba feliz con su marido, era una relación equilibrada. Pero algo le faltaba: tal vez se sentía poco mujer.

Una de las alumnas treintañeras, sin que nadie le pregunte nada, comienza a hablar. Ella dice que al poco tiempo de ser madre le fue infiel a su marido. Fue una sola vez. Como un recreo. Pero explica que ese recreo se alargó más de lo pensado. Fue un entretiempo en el cual pasaron varios jugadores. Hasta que se divorció y ahora está en pareja con uno de esos amantes. Le es fiel, pero duda de él. Está tan celosa que no puede controlarlo. Le revisa mails, celular y todo espacio de intimidad que se le cruce en el camino. El novio dice que desde que va a este taller -tres sesiones- ella está más calmada.

Mi pareja reconoce mi progreso. Estoy más tranquila. Eso es bueno -aclara.

El profesor le agradece su intervención y continúa con la enumeración de razones: sentirse devaluado. Monotonía. Amenaza a la libertad. Alarde de poder. Vida sexual deficiente. Buscar nuevas sensaciones. Idealizar a un amante. Si la pareja lo permite.

Pero, si el otro lo permite, no es infidelidad - lo interrumpe uno de sus alumnos. El de 33 años.

Es una infidelidad permitida, pero infidelidad al fin -le replica el maestro y le pregunta a una de sus alumnas más jóvenes, que ronda los 25 años, que cuente cómo las generaciones actuales se toman el tema de la infidelidad.

La infidelidad sigue siendo un tema que preocupa a las parejas -le dice la estudiante- Sin embargo, yo noto que hay más libertades que en generaciones pasadas. Cada uno puede salir por separado con sus amigos e ir a bailar y está todo bien.

El profesor dice que tiene el caso de una joven que sale con un hombre quince años más grande que ella y que muchas de estas diferencias, el hombre no las soporta. Cita a Sigmund Freud, a Jorge Luis Borges, describe escenas de películas de Charles Chaplin. Se nota que es un hombre culto y que le gusta encontrar ejemplos de celos en distintos formatos. Cuenta también la experiencia de otra alumna que está en pareja hace años con un hombre que le da seguridad emocional y que, sin embargo, todo el tiempo piensa en otro; en su ex: un hombre casado que nunca se animó a dejar a la mujer. Ella sabe que lo idealiza, pero no puede sacárselo de la cabeza, ¿Eso es ser infiel? ¿Pensar en otro y no llegar a lo físico es infidelidad?

Pregunta y nadie contesta. Lola tampoco, está callada.

El mismo alumno que interrumpió la vez pasada vuelve a hacerlo. Pero esta vez levanta la mano y dice:

Profesor quiero agregar otra razón de infidelidad: la venganza.

¿A qué te referís con venganza? -le replica el maestro.

A que tu mujer te mete los cuernos y te da tanta bronca que vos le haces lo mismo, por despecho -contesta el joven.

¿Pero ella nunca se enteraría?

No.

Entonces el profesor le pregunta a toda la clase si ese caso es infidelidad. Una vez más, nadie contesta. El maestro sigue. Recuerdo que en otra sesión ella -y señala a una de las alumnas de 30 años- dijo que la angustia llegar a ser víctima de una infidelidad sin nunca enterarse.

Y si. Si te enteras que te fueron infiel en tus narices, te sentís mal. Te preguntás, ¿cómo no me di cuenta?

Supongamos que un día llegamos al trabajo y nos despiden, sin previo aviso ni nada. Chau. De un día para el otro, nos tenemos que ir. ¿Vos pensás que somos boludos? No, no somos adivinos. Menos que menos podemos controlar los deseos de los demás -dice el profesor.

Bueno, pero tal vez nos podríamos haber dado cuenta que algo pasaba -le contesta la alumna.

-Si, pero tal vez no. Quién dice. No siempre uno tiene que echarse las culpas. Al fin y al cabo ¿qué es la infidelidad? Lacan decía que nosotros somos los protagonistas de nuestra propia obra de teatro y que lo que cambian son los actores, pero los personajes son siempre los mismos. Puede ser que cambies de novio y siempre le seas infiel. Pero tal vez no sea a ese novio al que le metes los cuernos.

¿Qué quiere decir profesor? le pregunta Lola.

Lo que les pregunto es ¿realmente importa el otro o lo hacemos por nosotros mismos? Si el otro no se entera, ¿es infidelidad? Tal vez la infidelidad no sea con el otro, sino con uno mismo. Pero no importa, esa respuesta la dejamos para otro día.

Los participantes toman su cartera, bolso, cuaderno y se comienzan a ir. Algunos dicen que saben que ir a un taller de celos no es algo cool. Pero intercambian, en un encuentro semanal, sus experiencias y opiniones. Dicen que les hace bien. Lola no habla. Saluda y se va sola. Antes de bajar la escalera, corre con el pie un felino que le impide avanzar. No sabe todavía si la semana que viene va a volver. Tal vez lo haga. Tal vez no. Pero por lo menos en esta hora se dio cuenta de algo: ella no es la única en el mundo con una espina clavada.



read more "Taller para celosos"

miércoles, 21 de agosto de 2013



Esto no es Buenos Aires, ni su centro. No hay obelisco, ni avenidas, ni subtes, ni negocios de comidas rápidas; tampoco hay cinco millones de personas yendo y viniendo de sus trabajos. Esto es la provincia de Santa Fe. Una ruta a 70 kilómetros de su ciudad capital. El pavimento es gris y tiene una línea amarilla divisoria. A los costados hay campo: pastos hasta el horizonte. La ruta llega a su fin –como la civilización- y el asfalto ahora es polvo. Luego de diez minutos de ripio, hay un cruce de vías, muerto. Cuando uno menos lo espera, llegó. Llegamos. Esto es Berreta: un pueblo fantasma donde conviven doce personas y una cancha de fútbol.

***

En el suelo del comedor de la casa de Dante Gasparini era habitual que haya pelos. Mechones rubios, morochos, lacios o con rulos, daba igual. Al haber sido el peluquero del pueblo, la mayoría de las cabezas de los vecinos habían pasado por sus manos. Mientras Dante cortaba las puntas, los días en Berreta eran agitados -o no- eran días en un pueblo de campo. Al pasar el tren por la estación, una señora llevaba una carta al correo, otra iba a denunciar el robo de un ternero a la comisaría y un peón le entregaba parte de su cosecha a la Cooperativa de Granos de Berreta. Según cuenta la nuera de Dante, Liliana Gasparini, desde el comedor de su casa, el pueblo llegó a tener 500 pobladores en sus épocas doradas.


***

El sol pega como un látigo violento. Caminar por las calles de Berreta –todas de tierra- se parece a formar parte de una película ambientada en el lejano oeste. Sólo falta que el viento haga rodar un cardo. Los vecinos no están en la vereda, tampoco hay vereda. Todo es pasto. Más tarde sabré que si bien los pobladores se conocen entre sí, pueden pasar días sin verse o saludarse. Son cuatro familias que no están emparentadas: dos parejas mayores, una mujer que vive sola y un matrimonio con cuatro hijos y un abuelo. Las casas no están una pegada a la otra. Hay hasta tres cuadras de distancia. La vegetación es muy tupida y eso impide ver a largas distancias. Sobre lo que sería la calle principal – también es de tierra y la vegetación la invade- en pie hay restos de construcciones. Una de ellas, a principios de los años 20, funcionó como una estación de trenes, donde hoy quedan los cimientos, las ventanas rotas, restos de ropa y de comida como si alguien hubiera vivido allí, además de las ratas. Frente a ella hay una edificación amarilla de cemento que perteneció al correo y otra a la comisaría. Ambas estás deshabitadas y exhiben una gruesa costra de polvo. Todo es silencio, salvo por el canto de los pájaros. Aunque hace 29 años que todos los sábados, por unos minutos, el pueblo cambia.

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A trescientos metros, cruzando las vías, hay un casco de estancia. Una casa exultante y arcaica de color rosa viejo. Dentro, vive una pareja que ronda los 60 años, pero parecen más jóvenes. Hace diez años que Daniel Bertoluci y su mujer Claudia Adorante pasan los días en esta casona con muebles de campo. Cansados de la vida de la ciudad, decidieron mudarse a Berreta, el pueblo de pocos pobladores y una cancha de fútbol.

— Este lugar yo no lo conocía. Vine y me gustó. Compré el campo y la estancia –dice Daniel en la cocina de su casa, mientras de fondo se escucha el canto de los pájaros. Es ingeniero agrónomo, tiene 66 años y una camioneta 4x4. Su barba es corta –al igual que su pelo- y tiene un corte al estilo candado. El bronceado de su piel es de color chocolate. Se dedica al campo y a criar toros de exposición. Llegó a Berreta cuando había 60 personas.

—La ciudad para mí ya fue, no tengo ni computadora. En Rosario –la ciudad más importante de Santa Fe- no aguanto ni manejar –se justifica. Por eso vive acá, en este pueblo donde no hay ni un negocio para comprarse un agua mineral o un rollo de papel higiénico. Un pueblo donde no hay servicios: la basura se quema porque no hay recolección, la luz se carga a través de una tarjeta como si fuera un celular prepago, el agua es de pozo, no llega el cartero y ni pensar en el servicio de barrido y limpieza porque todas las calles son de tierra. Aunque cada sábado del año, todo eso parece quedar en el olvido.

— ¿Cómo son tus días acá?
— Me levanto temprano, preparo las gallinas y los patos. Les doy de comer. Hoy limpié mis zapatos, ordené la casa y me hice unos mates. A la tarde vamos al pueblo a comprar porque acá no hay nada o vamos al médico –responde Claudia mientras acaricia a su gato. Con “el pueblo” se refiere a Correa, el pequeño centro urbano más inmediato que si tiene centro comercial, asfalto y hospital. Queda a 15 minutos de Berreta por un camino de tierra que termina en la ruta nacional 9 que une Rosario con Córdoba.

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Dante fue uno de los primeros alumnos del colegio. Cuando era niño –antes de que su casa fuera la peluquería del pueblo- caminaba tres kilómetros para ir a estudiar.

—Le encantaba ir. Jugaba a las bolitas. Cuando él estudiaba, llegó a haber 156 alumnos –cuenta Lili.


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En Berretta no hay hospitales, ni bomberos, ni bares, ni museos. Pero hay una escuela primaria. Está pegada a la casa de Daniel y Claudia. Es un edificio de dos pisos, de estilo inglés, del ancho de media cuadra. Un edificio recién pintado que no parece pertenecer a este pueblo fantasma. Es una edificación que da para que estudien 200 chicos, pero –en cambio- estudian menos. Estudian los que hay, los hijos de peones de los campos linderos y de la única familia que tiene niños en Berretta. Son siete. En total, la escuela tiene siete alumnos.

Es sábado y Claudia Petterini está baldeando el patio del colegio, mientras su marido Ricardo con un manojo de llaves en la mano trata de descifrar cuál es la que puede destrabar la puerta de uno de los baños. Desde marzo del 2012, Claudia es la directora de la escuela 248 de Berretta, pero es muchas otras cosas más. Se encarga de la limpieza, de dar clases, de preparar la merienda o el desayuno y de las cuestiones administrativas.

—Vinimos hoy sábado porque se nos trabó el candado de un baño. Él es mi ayudante, mi compañero leal y fiel. Si no estamos así presentes, no hay manos que aporten. Ahora tendríamos que cortar el pasto con el tractorcito, pero tengo gente a cenar, entonces tengo que volver temprano a casa–cuenta Claudia con el secador de piso en la mano.

Ella nació en Correa, pero ahora vive en Cañada de Gómez y todos los días maneja 30 kilómetros de ida y 30 de vuelta en su Ford Falcón rojo para ir a trabajar a la escuela.

Claudia llama a las familias, que vienen a estudiar acá, golondrinas. A principio de año eran nueve alumnos -cuatro en primaria y tres en preescolar- pero dos ya se fueron.

—Esto no sucede con los hijos de los propietarios. Hace años que emigraron a la ciudad y acá en el campo sólo quedan los hijos de los que trabajan sus tierras.

Aunque todos los sábados la ecuación se invierte: la población de Berretta se triplica.

***

— ¿Por qué se llama Berreta el pueblo?
— El pueblo se conoce como Berreta porque el campo donde se hace la estación era de un tal Berreta Moreno con dos T, pero lo fundó María Luisa Correa –cuenta Daniel- Lo primero de todo fue la estación, la comisaría y el correo. Después vino María Luisa a vivir. Heredó muchos terrenos de su padre, Pedro Correa, en uno de ellos se hace la casa. El resto los dona para hacer una capilla y esta escuela en 1925. Le pone Felipe Timoteo Correa, en honor a su hermano. Ella, para mí, quería hacer una especie de lugar selecto porque Correa ya se había fundado antes, en 1875.

Ahora en lo que fue el casco de estancia de María Luisa vive Daniel. De una de las paredes cuelga un plano antiguo de Berretta. Allí hay dibujadas más de veinte manzanas que incluyen una plaza principal, un cementerio, una municipalidad, un juzgado de paz, una escuela, un correo y hasta un almacén de Ramos Generales. Hoy, de eso, se sabe que algunas ideas se concretaron y otras no. Hoy, de eso, no queda nada o mejor dicho, queda poco. Hoy, parte de eso, todos los sábados revive.


***

En el patio del club sonaba un chamamé. Las mujeres con sus vestidos largos chasqueaban sus dedos. Los hombres enfrentados a ellas zapateaban al ritmo de la música. Dentro del salón la melodía resonaba. Entre las mesas pasaban niños, hombres y mujeres, todos vecinos de Berretta. Cuando la noche se adentraba, empezaba la timba. Si bien había policía y juzgado de paz, el juego clandestino no era de faltar.
Además de lo ilegal, había bochas, pista de baile, bar, carrera de caballos y hasta una cancha de fútbol, que como aún no había llegado la electricidad, la iluminaban con faroles a querosene. Así solían ser los días en el Sportivo Berretta, el club del pueblo, creado hace 85 años, en 1928, tres años después que la escuela. Tenía personería jurídica, estatuto, socios. Era ese lugar que estaba abierto para pasar las tardes, que entregaba carnets de afiliación y que tenía un equipo de fútbol propio. Dante era socio y jugador. Participaba de torneos rurales que se jugaban entre pueblos. Una historiadora del Archivo Histórico de Correa explicó en una nota publicada en el diario La Capital de Rosario que en 1937 sucedió algo que empezó a marcar el rumbo del pueblo. Se construyó la ruta nacional 9, esa que une Rosario con Córdoba. Nunca pasó por Berretta, quedó a 15 kilómetros, pero sí atravesó los pueblos aledaños de Correa y Cañada de Gómez.
Años más tarde, en 1966, Dante seguía jugando, pero ya había terminado la escuela, ya se había transformado en el peluquero del pueblo, se había casado y hasta había tenido dos hijos. Un día de ese año, se convocó a los vecinos de Berretta a una votación: debían elegir entre la luz eléctrica o convertir en ruta nacional uno de los caminos de tierra que atravesaba el pueblo y llegaba hasta Cañada de Gómez o Casilda, otros centros rurales cercanos. Se decidieron por la luz. Luego pasaron los años y el pueblo seguió dedicándose, en su mayoría, al campo. Había años de buenas y malas cosechas. 1989 fue malo –verdaderamente malo- para la Cooperativa de Granos de Berretta y para Dante. Parte de la cosecha de la familia se la vendían a la Cooperativa. Pero ese año quebró y se quedaron sin nada y acá –y antes- es cuando empieza la decadencia.

—Con la quiebra no recuperamos nada. Nos quedamos sin nada. Mi suegro, siempre muy generoso, dijo que había que reducir gastos. Entonces nos mudamos todos juntos a su casa en Berretta. Mi marido empezó a salir de nuevo con las maquinas y yo empecé a trabajar con la condesa –aclara Lili.

A unas cinco cuadras de la estación de trenes, frente a la casa de Dante, hay 1000 hectáreas, con un lago incluido. En medio de esas tierras, emerge una casona rosa que poco puede apreciarse desde lejos porque la abrazan palmeras y arbustos. Allí vive la condesa, una mujer que se ha vuelto una especie de leyenda en Berretta. Se llama Joana Laporte, tiene 90 años, es viuda, no tiene hijos, vive sola, es holandesa, cada tanto viaja al exterior, maneja, viste una camisa blanca y un pantalón de corderoy amarillo –sea verano o invierno-, no recibe visitas, no habla con nadie, tiene ama de llaves, dos tranqueras –una eléctrica- y se caracteriza por echar de mala manera a la personas que quieren acercarse a ella. Pero esto es hoy. Hace 24 años, Lili, por recomendación de Dante, comenzó a trabajar para ella y su marido, el Conde Strium de Limburgo, un hombre de la realeza holandesa que tenía tierras aquí y en Buenos Aires.

—Ellos vivían en una casona donde podrían vivir seis o siete familias enteras. Tenían escritorio, comedor con piano, cocina con ventanita para pasar la comida a la sala. Un televisor que no usaban, un laboratorio porque él era bioquímico y una biblioteca de 7000 libros –cuenta Lili junto con una anécdota que parece fascinarle. Un día el Conde, que cuando estaba dentro de su casa vestía una  túnica blanca,  la llamó - como solía hacerlo- con el sonar de una campana. Le pidió que al día siguiente fuera más temprano a trabajar porque le quería encargar una tarea especial. Bueno señor, le dijo ella. A la otra mañana, le llevó el té hecho con agua mineral como le gustaba tomarlo -aunque por pedido de la condesa se lo terminaba haciendo con agua de la canilla- y escuchó el encargo: el Conde le pidió que lo ayudara a limpiar los 7000 libros. Ella le iba pasando uno por uno para que él le esparciera un polvito, mientras le contaba historias. Al segundo día, cuando él estaba sobre una antigua escalera de biblioteca con Lili debajo, la Condesa los vio y empezó a gritar. Bueno Lili, la señora tener su día malo y dice que usted no puede estar acá teniendo el libro, le dijo él.

—Claro, ella quiso decir que no me iba a pagar por sostener un libro. Me tuve que ir corriendo a limpiar a otro lado.

Al morir el Conde, la Condesa se puso más agresiva.  Luego de doce años de trabajo, Lili renunció. A esta altura, Dante y su mujer por la dificultad económica de sostener la vida de campo, ya se habían mudado a Correa para dejarles la casa a su hijo, su mujer Lili y sus nietos. Dante se puso una peluquería en Correa y como él, varios pobladores de Berretta le siguieron los pasos. El tren de pasajeros dejó de pasar primero y sucedió lo mismo con el de carga. Los vecinos no se ponen de acuerdo en la época. Según una nota del diario la Capital de Rosario, el primero dejó de pasar en 1970 y el cerealero en los 90. Entonces la gente se fue yendo a estos pagos y Lili, al dejar su trabajo con la Condesa hace tres años, también se mudó a Correa junto a su familia. Lili es la que cuenta la historia de Dante y su familia este hombre, a quien todos recuerdan como un ser apasionado por Berretta y muy conocedor de su pasado, falleció por su avanzada edad el año pasado.

***

Karina Piriz, junto a su marido, un padre adoptivo y cuatro hijos -dos varones de 21 y 18 años y dos niñas de 9 y 6-, vive dentro del Sportivo Berretta o lo que queda de él. Hace 25 años, tanto Daniel como Lili dicen que en el club se podía comprar yerba, azúcar o cualquier otro producto de primera necesidad. Hoy ya no. No hay comisión directiva, la pista de baile se parece a un corral de cabras y gallinas y el salón principal está siendo devorado por la humedad. Esa boca grande está a punto de masticar la barra antigua del club que arriba tiene objetos y son variados: muñecos, souvenirs de cumpleaños, botellas vacías, desinfectantes y trofeos altos, bajos y medianos. Algunos tienen dos listones que arriba sostienen figuras masculinas fundidas en plástico dorado que corren quietos. Detrás hay vidrios que en algún momento formaron una vitrina orgullosa de trofeos, que ahora está repleta de polvo. Sobre las paredes, además de los hongos, hay fotos viejas de equipos con camisetas verdes y rojas, el póster de un bebé de almanaque y otro con la cara de Rodrigo, el cuartetero cordobés. Una bandera roja y negra con letras blancas dice “Club Sportivo Berretta” y está colgada en la esquina opuesta al monstruo húmedo. En la sala, además de pilas de ropa, hay una heladera repleta de bebidas frías, una televisión con direct tv y una máquina que cuando gira sirve para hacer cemento.

 Elegimos este lugar por comodidad. Mi marido trabajaba en los campos de acá y había que atender la cancha. Cuando llegamos, la idea era encargarme de esto. Al principio no fue fácil.

Karina tiene un sweater tejido color rosa viejo y el pelo morocho atado con una gomita. Cuando habla suele fruncir su ceño y cerrar sus ojos achinados. Dice que no se acostumbraba a vivir en Berretta, el pueblo de doce pobladores que cuando ella llegó eran la mitad. Su marido, peón de campo, podía –y puede- pasar días sin verla al trabajar lejos. Igual ella es una persona que parece gustarle la soledad porque dice que la ciudad la aturde. Nació en Buenos Aires, pero cuando era una niña, su padre médico rural, junto a su madre, se mudaron a Santa Fe. Hoy ella tiene 49 años y al médico lo llama por celular.

 Acá te arreglás con lo que tenés. Cuando llueve no podés salir del pueblo. Igual yo vivo preocupada por lo que veo en la televisión. Uno vive desconfiado. Soy de preocuparme mucho. Hace un año me agarró un ACV y no pude ocuparme más de la cancha. La doctora me dijo que el ACV es parte por esos nervios que me hago.
Convengamos que acá a nadie le importa nada. Acá Berretta no existe para nadie. La estación era un lugar precioso, pero esta todo roto a piedrazos. Hace dos años, acá falleció una persona que estuvo un mes muerto, hasta que lo vinieron a buscar.

— ¿Tu semana cómo es?
—Tenés que levantarte entre las cinco y las seis para prepararles la ropa a los hombres que se van a trabajar. Hay días de fiaca en los que decís, no hago nada. A veces me acuesto con los chicos a ver la tele o a dibujar. A la mañana los llevo a la escuela, los voy a buscar, les preparo almuerzo, vienen cansados. Si no están todo el día adentro. Primero por el sol o por si pasa algo. Hace dos años había un hombre que no sabíamos quién era, después supimos que era un hombre de Buenos Aires con Alzheimer.

 ¿Vos crees que hay que tener una personalidad especial para vivir acá?
—Creo que es más por la paz que uno quiere tener.

Karina hace un año que dejó de encargarse de lo que queda del club por su enfermedad. Ahora sólo se ocupa de tener bebidas frescas los sábados. A la derecha, hay una casa vieja donde vive una pareja de ancianos, que en su momento funcionó como un comercio de ramos generales. Hoy viven dos jubilados que se encargan del campo y sus animales. A la izquierda del club el paisaje es otro y ahí es donde todo cambia.

***

Todos los sábados, desde hace 29 años, un grupo de hombres –los hay en todas las edades y estilos- se reúnen alrededor de un rectángulo. El paisaje, por fuera, es pasto, restos de casas con historia y un pueblo fantasma de doce personas. Todo es tranquilidad, es campo. Pero dentro de las líneas blancas la realidad es otra: los pastizales dejan de ser altos y se transforman en un verde seco carcomido por la tierra con dos arcos blancos a sus extremos. No les conmueve la alfombra sintética. Nada se compara con jugar en medio de la nada y sentirse los reyes del mundo aunque sea unos minutos.

Vienen entre 30 y 35 jugadores desde Correa en sus autos y camionetas. Otros se animan a pedalear y ya llegar transpirados. Uno siempre arriba unos minutos más tarde porque maneja 30 kilómetros en moto desde Cañada. Pero poco les importa; cada sábado, incondicionales, abandonan sus obligaciones y hogares por el ritual.

Miguel Volpe, un jugador de antaño, suele tomar una libreta, anota los nombres de los que van llegando y los mezcla: los hombres siempre son los mismos, como sus roces, por eso nunca forman los equipos iguales. Desde las dos  de la tarde bailan un triangular. Los pasos se repiten: veinte minutos por equipo, perdedor queda en cancha para luego dar paso a la final, mientras, toman cervezas o gatorades frías y después si hay ánimo, viene la charla con picada o asado de por medio, sólo en ocasiones especiales. El ritual amistoso de un grupo selecto. Se entra por recomendación.

—Yo llegué acá por un conocido hace más de veinte años ya. Cobramos diez pesos y eso lo guardamos porque después compramos la pelota y las pecheras, pagamos la luz y cortamos el pasto. Hasta hicimos los vestuarios con las duchas –aclara Miguel como parte del ritual amistoso de un grupo selecto autogestionado.

Hoy es sábado y son menos. Son veinticuatro. Igual eso no impide empezar con la ceremonia triangular que logra triplicar a los pobladores de Berretta. Nadie del pueblo va a mirarlos, salvo los hijos de algunos jugadores y Karina que les alcanzan las bebidas. El último equipo debe pedir el arquero prestado a los rojos por falta de jugadores. Entonces me dejo meter goles, les contesta un poco en chiste, un poco en serio.


Ya tienen puestas sus camisetas, arranca el partido. Los hombres corren detrás de la pelota, juegan duro, juegan fuerte, se putean, se golpean y se palmean. Uno tira un córner, pega en el travesaño y es gol. Los de pechera roja les ganaron a los grises, se los ve triunfantes, salen de la cancha y le dan paso a los otros, los celestes. Uno de los rojos está lesionado, le volvió a agarrar “el” calambre dice y se agarra la pierna. Igual eso no le impide terminar jugando la final contra los grises. 2 a 1 ganaron los rojos. Hoy no hay asado, ni picada. Cada uno se sube a su camioneta, auto, moto o bicicleta. El ritual está llegando a su fin, pero no importa. Por unas horas, en Berretta deja de haber silencio en las calles, la pista de baile vuelve a estar en carnaval y el tren sigue su rumbo con los pasajeros en alza. 


Publicado en revista Don Julio

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miércoles, 12 de junio de 2013


 “A” empieza a escribir una mujer en el teclado de su celular. “KA ESTAMOS” sigue.

“PARESEMOS SARDINA”

Y si. Parecemos sardina, atún enlatado, caballa.

Señor, le está sonando el celular. Le digo a un hombre sobre el que tengo medio cuerpo apoyado. (Como no hay espacio, las distancias acordadas eticamente por el reglamento social no se cumplen en un viaje de tren de la ex línea Sarmiento, que une la zona oeste del conurbano con Ciudad de Buenos Aires. Allí no queda otra opción que tocar al desconocido. Reposar sobre su hombro, sentir su olor).

Es que mi cadera vibra y mi celular está en la cartera. Entonces no hay dudas de que es el telefonito del hombre el que suena. Gira medio cuerpo y con la mano derecha saca del bolsillo que da contra su nalga izquierda el aparato. Es el de ella, me dice. Y mira fijo a una mujer que está apoyada frente a él. Es su marido el que llama, me aclara entre risas. Calculo que me explica esto porque a esta altura tal vez yo ya sea de su confianza; nuestros cuerpos se vienen rozando hace ya más de media hora. Yo me río ante su respuesta. Se nota que entre ellos pasa algo. No sé bien qué, pero huele a trampa. Llegando a Liniers, una estación importante de recambio de pasajeros, el vagón se detiene. Varias personas entran, más de las que uno pueda imaginarse. Entonces, nos apretamos aún más. (El tren es forzosamente generoso).

La mujer continúa hablando y se ríe. El hombre del tren, “su” hombre del tren trata de acotar algo a la conversación. Ella con una risa socarrona le hace gesto de que se calle. El no le hace caso y le pregunta en silencio quién es. Mi hermana, le dice ella sonriendo sin decirle.

Alrededor lo demás no es gracioso, hay empujones, insultos. Anunciaron por los altoparlantes, dos segundos antes de cerrar las puertas,que el tren se transformó en un “rápido”. Esto quiere decir que el ferrocarril va a saltear las próximas tres estaciones que le siguen para ir directamente a Morón. La gente en voz alta le pregunta al resto de los pasajeros por qué no avisaron antes. Pero nadie tiene la respuesta. Indignación colectiva; (aunque todos saben internamente que viajar en tren es tomar estos riesgos).  Por suerte prendieron el aire, le dice el hombre trampa a su mujer ferroviaria. Ella a esta altura ya se había quedado sin señal, por lo cual ya no hablaba por celular. No los llego a ver por mi corta altura, pero escucho un sonido pegajoso. Entonces me río por dentro. No me río del tren pintado a nuevo por fuera, pero que por dentro se cae a pedazos. No me río de las personas que no tienen opción y deben viajar en este destartalo. No me río de las víctimas que se cobró este vehículo hace un año (y de las que se cobrará mañana) por quedarse sin frenos. Me río porque el mundo ahí adentro se derrumba, pero a ellos no le importa: se matan, se matan a besos desenfrenados.
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lunes, 11 de marzo de 2013



Es la madrugada del martes 12 de febrero de 2013. El celular, que en este caso cumple la función de despertador, no para de sonar. Marca las cuatro de la mañana, hora de levantarse. Nuestras vacaciones terminaron.  Martín, mi novio, aún duerme. Con mi brazo derecho trato de darle un empujón dulce para que se despierte, lo logro.  Sabe que ya nos tenemos que ir de Córdoba.  Debemos partir  rumbo a Buenos Aires por obligaciones laborales. La madrugada está un tanto húmeda, al igual que todo lo demás: el rocío mojó todo a su paso, incluido nuestro auto.

**

A Martín lo conocí en julio de 2008. Era de madrugada también. Yo caminaba por una de las avenidas de mi barrio -Castelar, al oeste de la provincia de Buenos Aires- con un grupo de amigos. Nos dirigíamos a un bar. Luego de hacer unas cuadras, un taxi, que justo pasaba por esa misma calle, frenó. Del auto se bajó un chico delgado, con rulos castaños y una barba que sobrepasaba su pera. 
Cuando vi bajar a ese chico del taxi, lo supe al instante: me gustaba. El saludó a su hermano, que era uno de los integrantes de mi grupo de amigos, quien le ofreció sumarse a la salida. Algunos lo llaman destino. Otros, casualidad. El justo pasaba con su taxi por mi calle. Se cruzó al hermano, mi amigo, bajó del coche y terminó saliendo con nosotros.

**

Nuestras vacaciones empezaron hace quince días. La meta era recorrer distintos lugares del país en auto. Estuvimos en Mendoza, la cuna argentina de la vitivinicultura, San Luis y ahora en Córdoba. El auto está cargado con todo lo que creíamos imprescindible para un viaje de esa envergadura: bolsos con ropa, una carpa, una heladerita de camping, bolsas de dormir,  comida no perecedera y souvenirs; cactus y vinos.
Nos subimos al auto y luego de dos horas de viaje llegamos a la ruta nacional 9, una autovía relativamente nueva que une dos de las ciudades más importantes del país: Córdoba con Rosario. Posee dos carriles diferenciados: uno que  va y otro que viene. La ruta es recta, campo a ambos lados. No hay ni una estación de servicio, ni un árbol,  ni un tributo al Gauchito Gil, nada. Más de veinte kilómetros de lo mismo.
El sol empieza a asomar, pero no en cualquier lugar: brota sobre la ruta y pega frente a nuestros rostros. 
Cuanto más amanece, menos vemos. Los ojos se achinan.

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Cuando llegamos al bar, Martín ya sabía que me gustaba. Y a continuación no sigue algo parecido a un cuento de hadas, ni una cena romántica, ni una charla sobre Baudelaire: nos besamos. Nos besamos sin saber casi nada uno del otro.

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Lo próximo que recuerdo son flashes. Intermitencias. Imágenes entrecortadas. Mi cuerpo. Sangre. Vidrios. Llanto. Estoy al costado de la ruta, mi cuerpo está ensangrentado y repleto de  vidrios pequeños. Martín me sostiene la  cabeza y me habla. No sé bien qué me dice. Yo lloro.

  ¿Qué paso, qué paso? –le pregunto.
Chocamos contra un camión – me dice.

**

Luego de habernos dado cuenta que a ambos nos gustaba cómo besaba el otro, nos pusimos a hablar. Y tuvimos una charla típica de dos personas que recién se conocen: profesión, estudios, lugar de procedencia. Casi como llenar una ficha. Le conté que vivía a unas cuadras del bar donde nos encontrábamos en aquel momento. Le conté además, como dato curioso, que al lado de mi casa, vivía el intendente de la ciudad.
El me contesta que su padre había construido una casa en esa misma cuadra, sobre esa misma calle. Entonces me pidió que le describiera cómo era. Y cada detalle coincidía con la casa que su padre había hecho. Para mí, se trataba de una mentira, esas mentiras piadosas que los hombres suelen contar en medio de una situación de cortejo.

**

Unos hombres me suben a una ambulancia. Nunca en mi vida me había subido a una. No soy de esas personas que suelen tener percances físicos. Yo les converso. Les pido que me hablen para no perder la conciencia. Ellos me hacen preguntas: dónde me fui de vacaciones, cómo me llamo, a qué me dedico. Mientras tanto, Martín sostiene mi mano.

Sobre la camilla me ingresan a la guardia de un hospital –más tarde me enteraría que se trataba del hospital público Abel Ayerza de Marcos Juárez en Córdoba- y un grupo de mujeres –más tarde me enteraría que eran enfermeras y médicas- me rodean. Me limpian la sangre. Me dicen que no tiemble, que esté tranquila. Les digo que estoy enojada. Me dicen que me entienden. Algunas cocieron mi frente, otras me pegaron con gotita cortes en la nariz. Yo trataba de estar quieta, pero no podía. Me buscan una vena para  ponerme el suero. No la encuentran. Todo mi cuerpo me duele. Mi cuerpo no entiende, yo no entiendo. Por momentos lloro, por momentos no recuerdo.  Por momentos, me desespero.

Martin no se mueve de mi lado. La remera amarilla que tiene puesta está repleta de manchas rosadas. Es sangre, es mi sangre. El no tiene ni una sola herida. Está sano.  Cuando me trasladan a una habitación, me cuenta con más detalle lo que pasó.

Me dice que cuando él dio un pestañeo largo porque el sol no lo dejaba ver, teníamos un camión encima.

Cuando abro los ojos, sobre tu lado, ya teníamos el camión encima. Empiezo a gritar y frenar. Cuando logro frenar, te veo a vos, inconsciente, tirada sobre un costado del asiento. No me dejes mi amor, te gritaba.

No me dejes mi amor, decía él. Trató de abrir la puerta del acompañante, pero no pudo, parecía un acordeón. Entonces volvió a entrar al auto y me sacó el cinturón (no quiero ni pensar qué hubiera pasado si no lo llevaba puesto).  Yo para ese entonces, ya había despertado y le pedía que me deje ahí, que me deje así.

El dijo no. Y me llevó al costado de la ruta.

El camionero frenó y se bajó del camión. Era un camión doble acoplado que estaba repleto de maíz. El hombre empezó a parar gente en la ruta. Una mujer se acercó a mí con una botella de agua y me tiraba el líquido encima. Otra persona bajó de su auto y llamó a emergencias. Pasaron cuarenta minutos hasta que llegó la ambulancia. Yo de todo esto no recuerdo nada. Lo único que me acuerdo es de haber vivido un sueño, un sueño que no parecía un sueño.

No soy de esas personas creyentes. No soy de ir a misa y por momentos me creo atea. Yo no recuerdo el impacto contra el camión, no recuerdo estar dentro del auto ensangrentada, no recuerdo nada de eso. Sólo me acuerdo de estar en un sueño blanco con mi abuelo que me transmitía tranquilidad. Mi abuelo es mi ídolo y murió hace seis meses atrás de un ataque al corazón. Tenía 83 años. Lo adoraba. Lo adoro.

**

 Al día siguiente, al despertarme, le pregunté a mi mamá si se acordaba del hombre que había construido nuestra casa. Ella me preguntó para qué quería saber eso. Porque ayer supuestamente conocí a su hijo y me intriga saber si es verdad lo que él me dijo, le contesté. Mi mamá –que es una persona muy organizada- empezó a buscar en unos cajones los boletos de compra venta de la casa, los planos y demás papeles donde podría estar ese dato.

Cuando encontró el plano, efectivamente el apellido de Martín coincidía con el del constructor. Yo me había mudado a esa casa a los 12 años y en ese momento tenía 22. Es decir, habían pasado diez años desde que Martín había estado ayudando a su padre a construir esa casa donde nosotros vivíamos en ese momento.

**

Con el paso de los minutos, Martín le avisa a mis papás –que están de vacaciones en otra provincia-, a sus padres –que están de vacaciones en la costa- del accidente. Una enfermera nos dice que por el golpe que sufrí deben hacerme una tomografía. Como el hospital no tiene tomógrafo, debemos pagarla, al igual que el traslado en ambulancia. La plata no es algo que nos preocupe en ese momento y a todo le decimos que sí.
El traumatólogo debe venir a revisarme, pero no aparece porque está hablando con unos periodistas en el pasillo. Cuando me entero de esto me pongo más furiosa.

Que deje de hablar con periodistas y venga a atenderme –le digo a la enfermera.
 Al rato aparece el vice director de la clínica y nos dice que él se va a hacer cargo de los gastos. Poco a poco voy cayendo en la cuenta de que ese hospital me hace acordar a estar en una película al estilo Patch Adams. Todos nos tratan como si fuéramos de su familia y las enfermeras se preocupan mucho por nuestro bienestar.
La tomografía dio bien. Tres horas más tarde empiezan a llegar nuestros seres queridos: padres, hermanos, amigos, padres de amigos. Más tarde, la gente del hospital les ofrecerá a nuestras familias habitaciones del hospital, que estaban vacías, para pasar la noche.
 Yo estoy muy preocupada porque me falta un diente -en realidad más tarde me enteraría que no estaba roto del todo- pero yo siento un gran espacio vacío en mi boca. El impacto provocó que me mordiera la lengua, que ahora tengo rebanada en tres partes, y que me rajara tres dientes. Dos de ellos, los frontales.

**

Unos días después de la primera noche en que nos conocimos, con Martín nos seguimos hablando y acordamos una cita. Una cita dio a otra, hasta que nos pusimos de novios.

**

Es todo cuestión de actitud Agustina. Tu salud depende de tu ánimo. Vos te vas a levantar y te vas a bañar. Porque los baños luego de los accidentes son muy importantes porque logran que se te salgan todas las astillas de vidrios que tenés en el cuerpo.

Eso  me dice la enfermera. Yo le contesto que no puedo levantarme. El golpe rectificó mi columna y cualquier cambio de posición me produce mareos.

Levantate –me insiste con tono autoritario, pero a la vez con ternura.

No sé de dónde tomo fuerzas y logro levantarme. La enfermera pone una silla de plástico debajo de la ducha. Mi mamá me ayuda a bañarme.

 A partir de ese momento, todo cambia.

Ya habían pasado varias horas desde el choque, estaba atardeciendo. Yo sigo acostada en camisón sobre una cama de hospital. Martín se asoma a la puerta de la sala, me toma del brazo y me invita a dar un paseo por el jardín del lugar. Caminamos lentamente. Poco a poco, mi cara se va aflojando. Empiezo a ver las cosas de otra manera. Me aferro a él,  que me sostiene y no me deja caer.

Volvieron a nacer –nos dice una enfermera que nos cruza en el jardín.

Y parece que sí, volvimos a nacer.
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